RUIZ VIEYTEZ, Eduardo, J. (2011): Juntos pero no revueltos. Sobre diversidad cultural, democracia y derechos humanos, Madrid, Maia Ediciones

Por Eugenia Relaño Pastor
Profesora Habilitada Titular de Derecho Eclesiástico del Estado de la Universidad Complutense de Madrid.

RUIZ VIEYTEZ, Eduardo, J. (2011): Juntos pero no revueltos. Sobre diversidad cultural, democracia y derechos humanos, Madrid, Maia Ediciones
24 de Septiembre de 2012

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"¿Cómo ver al otro en toda su diferencia sin que esa diferencia amenace y asuste? ¿Mientras asuste la diferencia, la frontera será ley?" (Fatima Mernissi)
 

En el primer aniversario de los ataques terroristas en Londres, el 7 de julio de 2006, el periódico británico Daily Mail abría su edición con el siguiente titular: “El multiculturalismo ha muerto”. La defunción no sorprendió mucho, hacía una década que se venía declarando su agonía. El titular fue muy útil para romper el miedo de los medios de comunicación, de políticos y académicos a ser “políticamente incorrectos”, a expresar públicamente el descontento sobre las políticas multiculturales y a transgredir el lenguaje correcto sobre la diversidad, imperante en los medios, sin ser tachados de xenófobos. Un año más tarde, el dirigente del Partido Conservador británico y actual Primer Ministro británico, David Cameron, criticó “el credo del multiculturalismo” por “contribuir al debilitamiento de nuestra identidad colectiva” (The Economist, 14 de junio de 2007) y, en otra ocasión posterior, el 26 de febrero de 2008 en el Daily Mail, Cameron sostuvo que “la idea de respetar las diferentes culturas hasta el punto de permitirles un desarrollo a espaldas de la sociedad ha perjudicado peligrosamente a la identidad británica y ha conducido a un apartheid cultural”. Desde entonces, demonizadas las palabras multiculturalismo y multiculturalidad –hecho nada casual ni ingenuo, luego veremos por qué- los vocablos que impregnan los discursos políticos, los planes de integración, los informes nacionales sobre buena gobernabilidad, los trabajos académicos sobre cohesión social o las políticas nacionales de inmigración serán el de “diversidad cultural” o el de “interculturalidad”.

No obstante, no puede decirse que Eduardo J. Ruiz haya elegido el título de esta obra para granjearse elogios del pensamiento dominante, “políticamente correcto”, sino todo lo contrario, uno de los objetivos del libro es desenmascarar precisamente las tendencias y los automatismos sociales antidemocráticos e injustos a la hora de gestionar la diversidad. Para ello, el profesor Ruiz Vieytez repiensa actitudes personales y colectivas necesarias para la construcción básica de la organización social-política, replanteando, desde el reconocimiento de las identidades diferentes y genuinas de todos los miembros de la comunidad política, nuevas estructuras básicas de convivencia y de gestión de  políticas públicas. No puede olvidarse que el idea del reconocimiento ha sido central en todos los debates filosóficos desde hace décadas (Young ,1990; Taylor, 1995; Tully, 1995, Fraser, 1995, Kymlicka, 1996, Ricoeur, 2005, etc). Como señalaba Anne Phillips: “La diferencia parece haber desplazado a la desigualdad como asunto central en la teoría social y política. Nos preguntamos cómo podemos lograr la igualdad reconociendo la diferencia, antes de preguntarse cómo podemos eliminar la desigualdad” (Phillips, 1997). En este contexto, el libro de Eduardo J. Ruiz no sólo concluye que sería deseable gestionar la diversidad desde, por y en los derechos humanos sino que, además, describe cuáles serían los instrumentos de transformación para conseguir una sociedad más igualitaria, más justa, más humana.

Hasta llegar al objetivo principal del libro, desarrollado en la tercera parte, donde se enuncian las pautas o propuestas para la elaboración de estrategias de gestión de la diversidad desde la perspectiva de una ciudadanía inclusiva, plural y democrática, el autor despliega prodigiosamente, en la primera parte, la importancia del factor de la diversidad en la organización de las sociedades; y describe, en la segunda parte, los distintos modos en los que nuestras sociedades han respondido a la creciente diversidad.

La primera parte del libro se inicia con la frase “este ensayo no trata sobre la inmigración” pero, es indudable, que el tipo de diversidad cultural que ha generado más debate, la más criticada y la que ha impulsado a los gobiernos a elaborar planes de integración en clave de asimilación cultural, ha sido la diversidad cultural anexa a los fenómenos migratorios. En numerosos países, la atención a la gestión de la diversidad se ha desarrollado en el tercer eslabón de respuesta al hecho migratorio. Es decir, las sociedades, mal llamadas de acogida, se han preocupado por el acomodo de la diferencias religiosas, étnicas, culturales o lingüísticas en último lugar, una vez que han reparado que la inmigración no sólo requiere una solución desde el control de los flujos migratorios (que corresponde a la primera respuesta, llamada securitaria), o desde el mercado laboral (segunda fase, la económica). No hay que olvidar que la convivencia con lo diverso ha existido siempre, es decir, históricamente han coexistido diferentes identidades colectivas en un mismo ordenamiento jurídico. Y los Estados modernos supieron construir sus correspondientes identidades nacionales-estatales a pesar de estas diferencias, bien otorgando estatutos diferenciados a las minorías y exigiéndoles simultáneamente lealtad a una identidad nacional común, bien articulando políticas de asimilación y homogeneización. No obstante, pese a esta experiencia histórica, la urgencia con la que se busca actualmente nuevos modelos para gestionar la diversidad se debe a que, parte de esta presente diversidad, se entiende como “inintegrable”. Algunos medios de comunicación y muchos discursos políticos han sido decisivos para alertar a la sociedad, con el lenguaje del miedo, sobre la existencia de este tipo de diversidad que ha venido a quedarse y, claramente, la han asociado a la llegada de la inmigración.

Lo más relevante de esta primera parte es la toma de conciencia de la importancia del reconocimiento de las identidades como una asignatura pendiente en la democratización de nuestras sociedades. En primer lugar, es importante reconocer que la identidad de una persona está ligada a su dignidad, a su desarrollo como ser humano, a su socialización y a su capacidad para actuar como ciudadano. Además, las identidades no son estáticas, no son simples, son relativas, complementarias, complejas y mixtas. No se puede escindir la identidad del ser humano, no la dejamos en casa cuando las personas salimos a la calle, a la esfera pública. La identidad, enraizada en nuestra dignidad de seres humanos, se proyecta hacia, y nace desde, el interior pero también tiene vocación de participar en lo público. Por otro lado, en tanto existen identidades individuales, también existen identidades colectivas, con el mismo deseo de integración en los espacios comunes. En segundo lugar, una consecuencia de esta voluntad de participación en sociedad, es la necesidad de articular procedimientos de reconocimiento iguales para todas ellas. La primera advertencia para llevar a cabo esta tarea es considerar que junto a las identidades, digamos minoritarias, existe otra identidad fuerte con vocación de dominar: la identidad colectiva mayoritaria,  inconsciente para muchos de los ciudadanos, y protegida por un Estado encargado de reforzar sus elementos culturales mediante recursos públicos y símbolos nacionales. El autor ilustra muy bien el poder de las identidades colectivas-estatales con el ejemplo del comportamiento de miles de europeos a la hora de expresar sus preferencias musicales en el festival de eurovisión. Hay que añadir, además, que la conexión facilitada por Internet, por los avances informáticos que traspasan fronteras y unen a los individuos de cualquier parte de este mundo globalizado, no han conseguido minimizar las diferencias identitarias. Por el contrario, la desterritorialización de muchas identidades y la creación de comunidades étnicas virtuales han reforzado las identidades al interior de los Estados. No hay vuelta atrás, la multiculturalidad es creciente y constante. Las identidades, en continua transformación, determinan al ser humano que debe vivir con su propia pluralidad y convivir con las ajenas.

Tomando en consideración lo anterior, en la segunda parte de la obra, el autor desvela las maneras que tienen la sociedad, los ciudadanos y los poderes públicos de acercarse a la diversidad y desmonta ciertas actitudes aparentemente proclives al reconocimiento de la diferencias. Por ejemplo, existe un discurso políticamente correcto que podríamos llamar “liberalismo cultural” (no aparece así llamado en la obra), traducido incluso en documentos internacionales destinados a preservar la diversidad cultural, que aprecia la diversidad en tanto permite conocer y aprender los distintos estilos de vida presentes en la sociedad. Desde este tipo de discursos, la “armonía” necesaria para mantener la cohesión social es el resultado de las reglas de juego democrático que, “naturalmente”, van incorporando, articulando y corrigiendo las diferencias culturales. Es un planteamiento asimilacionista con un barniz de respeto superficial por la diversidad, semejante a la visión exótica sobre las diferencias que aprecia solamente los aspectos folclóricos, musicales o culinarios. También el autor desmonta el falso universalismo integrador, los conocidos  “minimalistas culturales”. La minimización de las diferencias elimina la importancia de la preservación de los elementos culturales como parte fundamental para la conservación y desarrollo de la dignidad del ser humano. A veces, la minimización va acompañada de una tolerancia ficticia en aras de conseguir un universalismo. Esta tolerancia implica probablemente que muchos “minimalistas culturales” consideren su identidad no como una más, sino como la forma universalmente correcta de entender la realidad. Es la famosa fórmula “soy ciudadano del mundo”. En el fondo, como apunta Ruiz Vieytez, “proclamarse ciudadano del mundo, especialmente cuando se hace frente a otros, para recalcar la autoliberación de ataduras identitarias, es una expresión de rechazo a la diversidad (...) universalismo de boquilla que desprende un aroma de superioridad”.

Normalmente este cosmopolitismo universal lo predica el que pertenece a la mayoría dominante, a la “cultura global”, a la cultura occidental. Paradójicamente, en ocasiones, la apertura al universalismo, como diría Ferrajoli, es “un cierre de occidente sobre sí mismo” (Ferrajoli, 1999); sería el resultado de la quiebra del objetivo universalista, la consolidación de una nueva identidad “regresiva”, de rechazo de lo diverso, lo que Habermas llamó “el chauvinismo del bienestar” (Habermas, 1999). A mi parecer, detrás de la idea del universalismo minimizador de la diferencia se encuentra un tipo de universalismo abstracto que ha controlado la complejidad mediante la homogenización de lo público. Sería, incomprensiblemente, un universalismo que se presenta como “guardián de la diferencia”, “verdugo de aquello que es ajeno a nosotros”, como diría De Lucas en su comentario sobre la película Blade Runner (De Lucas, 2003). En definitiva, la construcción de la ciudadanía, desde este enfoque universalista, ha buscado elaborar la voluntad general transcendiendo las diferencias particulares y la consecuencia ha sido, en la práctica, la exclusión de los grupos incapaces de adoptar la visión general dominante (Young, 1990).

Cada sociedad ha ido respondiendo a la gestión de la diversidad de manera distinta. Aunque el autor distinga tres modelos básicos, existen ejemplos de numerosas respuestas combinadas en un mismo país. En términos generales, los países latinos han tendido a desarrollar una política asimilacionista y los países anglosajones, o de cultura germánica, se han inclinado por modelos de tipo multicultural. Además, se ha constatado que las culturas de tradición católica y ortodoxa se han enfrentado a la diversidad con más dificultades que el mundo protestante o el musulmán. Los modelos básicos de gestión han sido: (1) El asimiliacionismo que supone el abandono de los elementos culturales minoritarios para aceptar los mayoritarios dominantes en el ámbito público. Es el liberalismo no interviniente en clave cultural; (2) El diferencialismo, consistente en garantizar que las comunidades minoritarias operen de forma paralela a las instituciones generales copadas por la mayoría (segregacionismo); y (3) El multiculturalismo, modelo que busca la participación plena e igual de todas las personas y grupos culturales en la esfera pública. Significa una intervención estatal y pública para paliar la vulnerabilidad de los grupos más débiles. También existe un cuarto modelo, el interculturalismo, resultado del aparente agotamiento del multiculturalismo, que sostiene la interacción de las diferentes culturas en el espacio público. Se ha perfeccionado como la vía intermedia entre el asimilacionismo y el multiculturalismo negativamente entendido.

Nuestras sociedades europeas son profundamente asimilacionistas. Quizás sea ésta la razón por la que intencionadamente se ha decretado la muerte del multiculturalismo o no deja de hablarse de su supuesta crisis. No obstante, coincido con el profesor Ruiz Vieytez, que la fase madura el multiculturalismo está por llegar, que aún no ha desplegado todos sus efectos. Aún así, sus críticos más acérrimos han querido ver este modelo como una concepción antiliberal, que lleva consigo la ruptura de la cohesión social y la balcanización de la sociedad. Estos teóricos sociales y políticos creen que demasiada diversidad perjudica la identidad nacional, que es mejor conservar la continuidad histórica mediante símbolos y valores nacionales a reconocer las especificidades identitarias. En definitiva, para ellos es más viable –en términos de gestión y seguridad- una sociedad homogénea y uniforme que una sociedad diversa, aunque ésta sea el espejo real de su variedad cultural.

Este último tipo de argumento desconoce que una sociedad homogénea es menos versátil para adaptarse a los entornos cambiantes y que la búsqueda de la uniformidad es una ficción de la reafirmación del Estado nacional tradicional, que poco tiene ver con el aumento del pluralismo de nuestras democracias. Esta valoración negativa de la diversidad se acentúa en el caso de la diversidad religiosa. Hay quienes consideran que las religiones minoritarias deben adaptarse a las normas generales que han sido redactadas por las mayorías. Un ejemplo muy significativo de esta postura es la negativa al acomodo de las prácticas religiosas diferentes, en concreto, las relativas a materia urbanística, de cementerios, de prescripciones dietéticas y sanitarias, por “razones objetivas” sobre la laicidad del Estado.  Con frecuencia, desde esta perspectiva se dice que “los musulmanes deben integrarse en las democracias europeas”, refiriéndose a los inmigrantes de confesión islámica. Con esta afirmación, además de presumir una incompatibilidad de una determinada religión con una idea de democracia, se desconoce que la integración debe ser bidireccional y que es muy impreciso hablar de una sociedad europea homogénea, como tampoco puede hablarse de comunidades musulmanas homogéneas. Por otro lado, también se ignora que existen ciudadanos europeos musulmanes. Así entendida, la laicidad se convierte en un laicismo que valora negativamente la diversidad de tipo religioso. Este planteamiento no tiene cabida en un modelo pluralista que exige, como requisito mínimo, la aceptación positiva inicial de los elementos de identidad del otro, aunque sean religiosos. Obviamente esto no supone compartir estos elementos religiosos, sino valorarlos positivamente en términos generales. El modelo pluralista implica una laicidad abierta, una colaboración del Estado con las comunidades religiosas.

Por tanto, aceptar la realidad multicultural o diversa es reconocer un hecho e intentar construir una comunidad, obviando las diferencias de lenguas, de religiones, de valores o estilos de vida, significa dar las espaldas a una realidad. ¿ Y cómo ha afrontado el derecho la diversidad cultural e identitaria?

El Profesor Ruiz Vieytez responde que, lamentablemente, la gestión jurídica ha sido fragmentaria y parcial porque no existe un enfoque normativo sobre la diversidad. Por esta razón, los acomodos que se han venido realizando se han considerado excepciones a las reglas generales y se ha entendido en clave de especificidad y privilegio, no de justicia. Un buen ejemplo del fracaso de la gestión jurídica es la idea de ciudadanía. El concepto de ciudadanía se liga una identidad y valores nacionales de pertenencia de los grupos dominantes que son los que elaboran y construyen lo que es “ser ciudadano”. El Estado oficializa unos referentes culturales concretos, los mayoritarios, y desde esta identidad mayoritaria-dominante se filtra y se interpretan los derechos humanos.

Además las instituciones nacionales que aplican los derechos humanos restringen los derechos de los que no participan, objetivamente o subjetivamente, de la identidad nacional. Bajo la aplicación estricta del principio de igualdad, digamos formal, se ha levantado una política de asimilación no explícita y grave, como apunta el autor, “en la medida que obliga a quienes son diferentes a disfrutar de sus derechos fundamentales en la misma manera que lo hace la mayoría”. Esto refuerza que la norma sea la homogeneidad de la mayoría y cualquier acomodo sea visto como un privilegio. El Derecho y el Estado son un obstáculo para que los derechos humanos puedan desplegar su potencial transformador. Desde esta perspectiva, el Derecho se presentaría, a mi parecer, al servicio de las mayorías, imposibilitando la verdadera universalización de los derechos humanos, negando que las personas son sujetos jurídicos desde sus diferencias. Significaría olvidar que el Derecho no se nutre de la igualdad sino de la diferencia (Bobbio, 1997). Y es el reconocimiento de esta diferencia el presupuesto básico para una verdadera autonomía personal -valor fundamental del liberalismo- y para el ejercicio de la libertad. En consecuencia, la diversidad no sólo se presenta como un hecho, o una realidad reconocible, sino que su protección se convierte en un valor jurídico-político exigible (Relaño, 2009).

En la tercera y última parte, el autor reflexiona sobre los cambios necesarios para pensar y planificar un modelo abierto, democrático de gestión de la diversidad, es decir, los cambios necesarios hacia una pluralización democrática, más deliberativa y participativa. Enumera cuatro principios básicos de comportamiento inevitables para llevar a cabo esta tarea: (1) Hay que asumir los elementos culturales inherentes a nuestras identidades, los que por ser mayoritarios pasan desapercibidos. Una vez reconozcamos la importancia de nuestra identidad, podremos entender lo relevante que también resulta las otras identidades, las ajenas, las “extrañas” para “los otros”; (2) La diversidad que ha venido a quedarse no es una amenaza, salvo que nos creamos con derecho a monopolizar el espacio público; (3) Cada cual es soberano sobre su propia identidad. La libertad absoluta para definirse a uno mismo es correlativa a la prohibición absoluta de definir a los demás; (4) El ciudadano no tiene que ser multicultural en sí mismo pero tiene que estar dispuesto a la apertura a la convivencia con quiénes son diferentes.

A partir de estas cuatro premisas la tarea consistirá en utilizar el derecho como instrumento de pluralización. Para ello hay que evitar la interpretación de los derechos humanos desde la óptica de las mayorías dominantes nacionales. Todos los derechos humanos son iguales para todos los ciudadanos, pero su ejercicio es diferente. Como apunta el profesor Ruiz Vieytez:  “Los derechos, que son los mismos para todos, tienen que ser ejercidos a través de mi identidad, y no a pesar de ella”. Puesto que las diferencias lingüísticas, religiosas o culturales afectan al modo en el que ejercemos el derecho a la salud, a la educación, a la libertad de expresión, etc, las diferencias de trato tendrán como objetivo eliminar los obstáculos que puedan encontrarse las minorías frente a la mayoría dominante que es la que domina el Derecho y las instituciones.

Esto significa que las minorías no necesitarán, en principio, de derechos especiales o derechos específicos bastará con garantizar y adaptar el ejercicio de estos derechos. Así como existe un derecho a la igualdad frente a la discriminación, también existe un derecho a la diferenciación (al trato diferenciado) frente a la uniformización. Y para que este derecho sea efectivamente garantizado habrá que “multiculturalizar” el aparato público, las instituciones. Todos sabemos que el Estado no es un árbitro imparcial, ni permanece ajeno al juego cultural e identitario. Las actuaciones del aparato público reflejan valores, actitudes, elementos culturales. Si se defiende el no intervencionismo en materia cultural, esto equivale a apostar por una política asimilacionista a favor de la cultura que domine el aparato estatal (postura generalmente proveniente de los miembros de la mayoría). Por el contrario, si apostamos por un Estado intervencionista, de apoyo a las culturas en riesgo de exclusión, estaremos apoyando a un Estado que corrige las injusticias, que procura ajustar y equilibrar a los más débiles facilitando su participación en el espacio público. En definitiva, estaríamos luchando por una mayor justicia social.

Este libro es una excelente reflexión sobre la importancia de la identidad para nuestra dignidad humana, sobre los miedos que tenemos al concurrir a la esfera pública como ciudadanos, sobre las excusas que utilizamos para mantener las llaves del poder cultural, sobre el tipo de sociedad en la que vivimos y sobre los instrumentos que utilizamos para hacerla más inclusiva, más abierta, más justa, o por el contrario, más desigualitaria y excluyente. Es una llamada a la responsabilidad individual y pública para construir una cultura de la diversidad. Como señala Zapata-Barrero: “No es la diversidad cultural la que hay que promover, el reto es promover la cultura de la diversidad, esto es, que la diversidad misma se convierta una cultura pública y cívica en nuestras democracias actuales” (Zapata-Barrero, 2011). La cultura de la diversidad implica necesariamente una democracia más deliberativa que se desprenda de esa otra democracia formal que opera bajo la premisa de una humanidad indiferenciada. Y el Derecho será el mejor instrumento para conseguir una lectura multicultural de los derechos humanos y el mejor garante para la inclusión de todas las diferencias en la gramática del espacio público.

Bibliografía

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