A 100 años del Tratado de Lausana: minorías, religiones y estados nacionales

Cuestiones de pluralismo, Volumen 3, Número 2 (2º Semestre 2023)
24 de Julio de 2023
DOI: https://doi.org/10.58428/QTEM5524

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Por Eduardo Ruiz Vieytez

Lausana marca un momento importante para la protección de la diferencia religiosa, pero en un contexto de refuerzo de los elementos asimiladores de todo Estado, en un sistema internacional en el que la protección de las minorías sigue siendo un tema de importancia menor y en una cultura occidental que todavía no ha acertado a compaginar sinceramente la organización política democrática con la protección de la diversidad.


 

El 24 de julio de 1923, más de cuatro años después de haber finalizado la Primera Guerra Mundial, se firmó en la ciudad de Lausana el último de los tratados de paz de la Gran Guerra. Las partes signatarias del tratado fueron, por un lado, Turquía, y por el otro, un conjunto de países aliados y asociados: el Imperio Británico, Francia, Italia, Japón, Grecia, Rumanía y el Reino de los serbios, croatas y eslovenos que aún no se denominaba Yugoslavia. En sentido estricto, el de Lausana es un tratado de paz que se firma con un país que no existía cuando se declaró la guerra. La potencia derrotada en la primera guerra mundial fue el Imperio Otomano, cuya relación directa con la posterior república turca de Kemal Ataturk es solo parcial. El Imperio Otomano había firmado tres años antes un tratado de paz en Sèvres, en el marco de la gran conferencia de Paris, pero la nueva Turquía nunca se había reconocido en el mismo y los acontecimientos posteriores, violentos casi todos ellos, dieron lugar a la negociación y firma del nuevo tratado de Lausana, junto a otros 16 convenios, protocolos y declaraciones que suscribirían a la vez los mismos Estados.

En el momento de la firma hacía casi cinco años que había finalizado aquella Gran Guerra que produjo la caída de grandes dinastías históricas y el triunfo definitivo del Estado nacional como forma política dominante. El recorrido que se había iniciado en la Paz de Westfalia de 1648 culminaba en los acuerdos de Paz de Paris de 1920 que, aunque teóricamente seguían la inspiración de los famosos “14 puntos” del presidente Wilson, fueron en realidad un reguero de incongruencias y gérmenes de futuros conflictos. Lo peor de aquellos cambios fue la apuesta decidida por el Estado nación o (mono)nacional, un instrumento que ha permitido y sigue permitiendo a unas naciones imponerse sobre otras y galvanizar a las masas en torno a una bandera en nombre de marcadores de identidad como la lengua o la religión.

El Tratado de Lausana es interesante, al menos, por tres razones. La primera de ellas es que refleja una corriente de pensamiento y acción política que parece estar en contra de la negativa lectura que hasta ahora he presentado de aquel momento histórico. Hay que reconocer que, junto al dibujo de nuevas fronteras en casi toda Europa centro-oriental y Oriente Medio, la nueva ordenación geopolítica de 1920 incorporó algunos elementos positivos. Uno de ellos es la internacionalización de manera sistemática de la preocupación por las minorías atrapadas en el seno de los nuevos o engrandecidos Estados nacionales. Se incorporaron cláusulas en los tratados que obligaban a los Estados a proteger los derechos de las personas pertenecientes a minorías raciales (en aquel momento, se utilizaba esta categoría que tras la Segunda Guerra Mundial sería sustituida por la de “minorías étnicas”), lingüísticas o religiosas. La recién creada Sociedad de Naciones recibió el encargo de monitorizar el cumplimiento de dichas cláusulas y ello supuso sin duda alguna un avance histórico y el más cercano antecedente al sistema de protección internacional de los derechos humanos que hoy se desarrolla en el seno de Naciones Unidas.

Ahora bien, este nuevo sistema de protección de las minorías solo se extendía por una franja de la Europa central y oriental, desde los países bálticos hasta Grecia, pasando por Austria, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía, Albania, Yugoslavia y Bulgaria. A ello se añadieron algunos tratados específicos sobre las minorías existentes en la ciudad de Danzig, las islas Aland, la Alta Silesia y el territorio del Memel. Al listado de países involucrados habría que añadir el Imperio Otomano, pero éste desapareció definitivamente en noviembre de 1922 y las obligaciones relacionadas con Turquía y Grecia serían en adelante las establecidas en virtud del Tratado de Lausana. Con posterioridad, solamente Irak se añadiría a la lista de países involucrados en el sistema de protección de minorías de entreguerras. Significativamente, los países occidentales vencedores de la guerra no se implicaron en el mismo sistema ni adoptaron obligaciones internacionales para respetar a sus respectivos grupos internos, por mucho que Francia, Italia o el Reino Unido albergaran minorías muy relevantes en su seno. El sistema de protección de minorías nacía así con el vicio de la asimetría en la responsabilidad y como una expresión de desconfianza hacia la actitud que solo algunos Estados nacionales podían adoptar para con las poblaciones que no pertencieran a su mayoría nacional. Desgraciadamente, tanto esta desconfianza como el desapego de las potencias occidentales mostraron tener fundamentos muy sólidos y duraderos.

La segunda razón de su importancia es que el tratado de Lausana, después de 100 años de vida, sigue estando vigente. De hecho, es prácticamente el único que sobrevive de aquel grupo de tratados de entreguerras que protegían las minorías en una amplia región entre Europa y Asia. El Tratado es parte del Derecho constitucional de Turquía y regula una serie de protecciones y facultades para los ciudadanos turcos que no sean de religión musulmana. Tradicionalmente se ha entendido que esto protege a los grupos de religión ortodoxa, armenia o judía y se han dejado fuera a las variedades del islam o cercanas diferentes del sunismo mayoritario en el país. Por su parte, el artículo final de la sección 3 de la primera parte del Tratado extiende a la población musulmana de la república de Grecia la protección otorgada en los artículos precedentes a los ciudadanos no musulmanes de Turquía. Esta es la base jurídica de la protección que se aplica hoy en Grecia a las comunidades musulmanas (turcas, pomacas o romaníes) de Tracia Occidental, junto a las montañas del Rodope, que no fueron expulsadas del país en la época del intercambio de poblaciones.

Como puede verse, el Tratado de Lausana recoge la protección de ciertos grupos minoritarios sobre una base de adscripción religiosa, aunque en la práctica se aplica a grupos que podrían calificarse también como étnicos o nacionales. Y contempla las poblaciones que no se vieron afectadas por los intercambios de población que Grecia y Turquía pactaron, sin consulta ni consentimiento de las poblaciones afectadas, en el Convenio relativo al Intercambio de Poblaciones Griegas y Turcas de 30 de enero de 1923. En virtud de este tratado, millones de personas fueron expulsadas de sus lugares tradicionales de residencia para ser reubicadas en grandes urbes del otro país o en las zonas rurales despobladas del mismo. En el caso de Turquía, la expulsión afectó básicamente a los cristianos dependientes del Patriarcado de Constantinopla, aunque muchos de ellos fueran de lengua turca y no griega. Estas comunidades cristianas ortodoxas fueron obligadas a abandonar regiones que habían poblado históricamente, como las costas del Mar Negro (los griegos del Ponto, sobre todo las zonas del antiguo reino de Trebisonda) y de Asia Menor (la franja costera del Egeo en la que se encontraban Efeso, Pérgamo, Mileto, Halicarnaso y hoy en día Esmirna), para asentarse fundamentalmente en Atenas y Tesalónica. En el caso de Grecia, se expulsó a numerosa población musulmana de Tesalia, Epiro, Macedonia, Creta o las islas del Egeo, fueran o no turcos de lengua o etnia, quienes repoblaron en gran parte las zonas vaciadas de Anatolia por el éxodo masivo de cristianos ortodoxos. Fuera de esta expulsión recíproca quedaron las poblaciones musulmanas de Tracia Occidental, los cristianos de Constantinopla y los habitantes de las islas de Imbros y Tenedos, en la entrada de los Dardanelos, que pasaban a manos turcas en los tratados de paz. Lamentablemente, las minorías griegas que quedaron en el lado turco fueron poco a poco diezmadas por políticas de asimilación, pogromos y migraciones más o menos voluntarias. Las poblaciones musulmanas de Tracia se mantienen en territorio griego, pero en un régimen de cierto aislamiento geográfico y jurídico respecto al resto de la población griega.

El Tratado de Lausana, a partir del ejemplo del Convenio de Intercambio de enero del mismo año, permite a los dos países utilizar la identificación religiosa como única base para reconocer instituciones, normas o prácticas diferentes a las mayoritarias o estatales. Así, este tratado es seguramente hoy en día la principal norma internacional que sigue teniendo en la definición religiosa su ámbito fundamental de aplicación. La Sección III de la Parte I del Tratado (artículos 37 a 45), bajo el título “protección de minorías”, es la que básicamente regula la situación de las comunidades religiosas minoritarias recíprocas, reconociendo a dichas cláusulas un elevado rango jurídico dentro del ordenamiento interno y como obligaciones internacionales. La base de la protección no deja de ser la prohibición de discriminación de las personas pertenecientes a las minorías no musulmanas de Turquía, añadiéndose algunos derechos al mantenimiento de sus propios centros de culto, al uso de sus leyes privadas o familiares o al establecimiento de instituciones educativas propias. Al mismo tiempo, el Tratado se refiere tres veces a referencias lingüísticas puesto que da por hecho que a la diferencia de base religiosa va asociada la diferencia lingüística. A pesar de que en el intercambio de poblaciones como en el Tratado de Lausana queda claro que la diversidad que se quiere regular (y disminuir) es la religiosa, sigue asociándose la religión a un determinado grupo étnico. Aunque tanto en Grecia como en Turquía (al igual que en Bulgaria, que responde a la misma tradición) es políticamente incorrecto hablar de “minorías turcas, búlgaras o griegas" y solo puede hacerse referencia a “minorías musulmanas, cristianas, judías o armenias”, en realidad se está entendiendo la religión como un componente fundamental de la definición étnica y nacional. Esto explica que la comunidad armenia, de religión cristiana, sea considerada de forma separada, o que las minorías nacionales musulmanas de Turquía no sean reconocidas en absoluto (los kurdos y alevíes fundamentalmente). También explica este uso de la religión que en Bulgaria exista una fuerza política que representa básicamente los intereses de las minorías musulmanas (turcófonas o no, como los pomacos) y que sin embargo haya sido permanentemente acusada de ser una “formación étnica”, o que entre las comunidades musulmanas bulgarófonas (pomacas) de Grecia sometidas al Tratado de Lausana se haya producido un proceso de asimilación lingüística hacia la lengua turca que amenaza con extinguir la presencia de las lenguas eslavas en la vertiente sur de la cordillera del Ródope.

La tercera razón por la que nos interesa Lausana es porque marca la desaparición definitiva del Imperio Otomano y, junto a ello, de una época caracterizada por la diversidad en una gran zona de Europa oriental. Con el Imperio Otomano y el Imperio Austro-Húngaro desaparecieron dos entidades políticas multiétnicas y diversas, dando paso al control de Estados nación de vocación y titularidad monoétnicas.

Con sus numerosas imperfecciones, el Imperio Otomano nunca pretendió la asimilación cultural o religiosa de sus poblaciones. Siguiendo una tradición islámica basada en la convivencia de diferentes religiones, se desarrolló un sistema de autonomías de base personal llamado Millet. Diferentes grupos de población, básicamente alineados conforme a sus creencias religiosas (cristianos ortodoxos, cristianos armenios o judíos, fundamentalmente) disponían de autonomía en la gestión de sus propias normas y disputas, con tribunales propios compuestos por miembros de sus propias comunidades. El número de Millet, además, se amplió en los últimos siglos del Imperio, haciendo de éste un modelo histórico de gestión plural de la diversidad religiosa y étnica de unas regiones de Europa y Asia caracterizadas por la diversidad y la convivencia mayoritariamente armónica de los diferentes grupos y tradiciones. Esto no implica decir, ni mucho menos, que el Imperio Otomano o el Austro-Húngaro fueran entes políticos modélicos, pero sí nos permite recordar que antes de que los Estados nación tuvieran tiempo de desarrollar sus políticas asimilacionistas a través del ejército, la escuela y los medios de comunicación, el este de Europa y el territorio actual de Turquía eran mucho más diversos que en la actualidad y que la convivencia política no precisaba elementos culturales compartidos.

Hasta el siglo XIX era habitual, y por ende recibido como normal, que en una misma ciudad convivieran lenguas, religiones y culturas diferentes. Y que lo hicieran, si no en una clave de igualdad, sí al menos de autonomía y normalidad. Hace poco más de cien años, y a diferencia de lo que sucede en la actualidad, una gran parte de los europeos vivía en entornos urbanos de gran diversidad cultural. Lo reflejan los distintos nombres con los que conocemos ciudades como Lviv/Lemberg/Leópolis, Klagenfurt/Celovec, Bratislava/Posozny/Presburgo, Temesvar/Timisoara, Zadar/Zara, Krainburg/Kranj, Adrianópolis/Edirne, Bitola/Monastir o Fiume/Rijeka, entre otras. En estas y otras ciudades convivían los templos, bibliotecas, teatros, escuelas, liceos, universidades o academias de varias comunidades minoritarias junto con los de la mayoría cultural, si es que ésta existía realmente, puesto que en algunos entornos urbanos no existía una mayoría en sentido numérico. En otros muchos casos la diversidad se proyectaba en la relación entre campo y ciudad o, mejor dicho, de ésta con su hinterland, de forma que la dualidad cultural era relativamente habitual. Si en Istria o Dalmacia podríamos simplificar diciendo que en las ciudades predominaba la cultura veneciano-italiana y que los suburbios rurales eran eslavos (eslovenos, croatas y serbios), desde los países bálticos hasta la cuenca danubiana podíamos encontrar numerosas ciudades en las que el entorno urbano era germano y los alrededores rurales bálticos, eslavos o rumanos. A ello se añadía el corte religioso que separaba a las comunidades judías (de lengua y tradición germana al norte de cierta latitud y sefardí al sur de la misma) que residían en las mismas ciudades, la presencia de comunidades generadas en torno a la burocracia o la administración política de cada momento, o las comunidades religiosas o monásticas presentes en zonas de mayoría religiosa diferente. Numerosos ejemplos de estos fenómenos podrían referirse desde los principados de Moldavia y Valaquia hasta la isla de Creta o desde Silesia hasta la fascinante composición multicultural de la disputada Macedonia.

Sin embargo, desde los tratados de Paris y el posterior tratado de Lausana, el Estado nación se ha revelado como un poderoso agente de homogeneización nacional de sus habitantes. Los países de Europa occidental marcaron una pauta que los nuevos o engrandecidos Estados de Europa central y oriental se apresuraron a seguir por indicación de aquéllos. El Estado debía entenderse como la organización política creada al servicio de una determinada identidad nacional de cuyo sentimiento es necesario que participe el mayor porcentaje de población posible, llegando a una suerte de naturalización y consiguiente legitimación del reparto de poblaciones entre Estados, con las consiguientes consecuencias en clave cultural e identitaria que ello supone para las comunidades que no comparten su lengua o religión con el grupo dominante. 

Lo sucedido en los últimos cien años no puede entenderse como una buena noticia. Todos los datos sin excepción reafirman la tesis de que la pertenencia continuada a un Estado nacional implica la extensión de la cultura mayoritaria en detrimento de las minoritarias. Cien años después los índices de diversidad tanto lingüística como cultural de todos los países de la región arrojan cifras contundentes a este respecto. Esta ley solo se interrumpe precisamente en aquellos casos en que los Estados nacionales vieron su independencia suspendida por un periodo de tiempo considerable durante el cual sus sociedades siguieron el mismo patrón con respecto a la que entonces fuera el grupo cultural dominante del Estado al que pertenecían. El cruce de esta implacable ley política con la modificación de las soberanías tras la caída del Muro de Berlín ha dado lugar a nuevas situaciones específicas en las que dos procesos de dominación cultural dirigidos desde dos poderes establecidos en momentos distintos se enfrentan, con resultados diferentes según nos refiramos a los países bálticos, a Moldavia, a Ucrania o a Bosnia-Herzegovina.

La ciudad de Tesalónica, en el norte de Grecia, es posiblemente una de las que mejor reflejan esta evolución europea tan dramática para la diversidad. Primera urbe europea en albergar una comunidad cristiana, y lugar de nacimiento de Mustafá Kemal (Ataturk), Tesalónica era al empezar el siglo XX una ciudad sin mayorías. La comunidad más numerosa de aquellos tiempos seguía siendo la de los judíos sefardíes y los principales periódicos de la ciudad todavía se publicaban en judeoespañol. Junto a la comunidad sefardí, poblaban la ciudad griegos ortodoxos, turcos musulmanes, búlgaros o eslavos cristianos, eslavos musulmanes, valacos y otros grupos más pequeños con otras lenguas o religiones. La no muy pacífica adscripción al Reino de Grecia tras las guerras balcánicas y los intercambios de población de hace ahora 100 años supusieron un mazazo en la composición étnica de la ciudad, que acabó de rematar el holocausto de la Segunda Guerra Mundial. El Estado nacional siguió haciendo el resto para llegar a una realidad actual de homogeneidad casi absoluta que hace insivible la inmensa diversidad que por siglos albergó esta histórica ciudad. Mark Mazower supo reflejar en una magnífica síntesis (“La ciudad de los espíritus” en versión española) lo que el incendio de 1917 y los huracanes bélicos han borrado en la ciudad que hoy conocemos.  

En definitiva, Lausana marca un momento importante para la protección de la diferencia religiosa, pero en un contexto de refuerzo de los elementos asimiladores de todo Estado. Ni Turquía ni Grecia son repúblicas ajenas a esta dinámica como prueban su actitud ante la diversidad y su rechazo a suscribir los tratados europeos de protección de minorías. Al menos, algunas de sus comunidades minoritarias mantienen una base jurídica de reconocimiento, pero las condiciones en las que se desarrolla el mismo no invita a valorar positivamente la aplicación que ambos países están haciendo de su potencialidad. En cualquier caso, nada sorprendente en un sistema internacional en el que la protección de las minorías sigue siendo un tema de importancia menor y en una cultura occidental que todavía no ha acertado a compaginar sinceramente la organización política democrática con la protección de la diversidad.

Cómo citar este artículo

Ruiz Vieytez, Eduardo, "A 100 años del Tratado de Lausana: minorías, religiones y estados nacionales", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 3, nº2 (segundo semestre de 2023). https://doi.org/10.58428/QTEM5524

Para profundizar

  • Magosci, Paul Robert (1993). Historial Atlas of East Central Europe. Seattle-London: University of Washington Press.
  • Mazower, Mark (2009). La ciudad de los espíritus. Salónica desde Suleimán el Magnífico hasta la ocupación nazi. Barcelona: Crítica.
  • Papasthasis, Charalambos y Papathomas, Grigorios (Eds.) (2008). The State, the Orthodox Church and Religions in Greece, Athens: Editions Epektasis.
  • Ruiz Vieytez, Eduardo (1998). La protección jurídica de las minorías en la Historia Europea. Bilbao: Universidad de Deusto.
  • Tsitselikis, Konstantinos (2012). Old and New Islam in Greece. From Historical Minorities to Immigrant Newcomers. Leiden-Boston: Martinus Nijhoff Publishers. https://doi.org/10.1163/22117954-12341270

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