Desmontando la idea de secta

Cuestiones de pluralismo, Volumen 3, Número 2 (2º Semestre 2023)
29 de Septiembre de 2023
DOI: https://doi.org/10.58428/HZYL5794

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Por Mónica Cornejo Valle

Como un animal fantástico, la palabra está en nuestro lenguaje y tiene un significado, pero a lo mejor, más allá de eso, las sectas no existen.


 

Todos los veranos, sin falta, la palabra “secta” aparece en la prensa, en los podcasts, en las revistas que hacen números especiales para que leas en la playa, etc. Ello refleja al mismo tiempo el gusto veraniego por la sospecha estrafalaria y la frivolidad con la que la sociedad española se toma la discriminación de las minorías religiosas. Durante el siglo XX, la Sociología quiso convertir la idea de secta en un término neutro de un sistema de clasificación de grupos religiosos, pero la palabra tenía un uso nada neutro desde al menos el siglo VI, cuando Justiniano la empieza a asimilar al término herejía. Y sigue sin tener un uso neutro en ninguna parte, ni en la prensa, ni en las redes, ni en el Diccionario de la RAE, ni en los contenidos de YouTube, ni en nuestras conversaciones. Es un término de uso francamente despreciativo que evoca la sospecha y el peligro, y pretender que es neutral mientras se lo atizamos a alguien, sugiriendo desconfianza, le hace un flaco favor a la diversidad, a la libertad religiosa, y a los valores de la convivencia.

Una categoría sociológica fracasada

Fue Max Weber el sociólogo que intentó dar al término secta un significado técnico y presentarlo simplemente como un modelo organizativo peculiar, distinto de la organización eclesial, y distinto también del misticismo individual. Como explica en su Sociología de la Religión, Weber pensaba que ese tipo peculiar de organización de creyentes que podíamos llamar secta se caracterizaba por no tener una relación con el Estado (mientras que las Iglesias sí la tendrían) y por ser una asociación voluntarista (de conversos, mientras que en la iglesia se nace), guiada por líderes carismáticos (siendo las iglesias grandes organizaciones con un aparato institucional burocratizado). Este uso, sin embargo, se ha demostrado ineficaz para describir la realidad social de la diversidad religiosa, porque esas características simplemente no se cumplen, ni hoy, ni en el pasado, pero nos basta con el presente por ahora. 

Grupos como los que Weber llamaba sectas tienen de hecho relaciones estables con los Estados en muchos lugares del mundo, y es que hay muchas formas de tener una relación con el Estado que no es sólo el tipo de convenio confesional que Weber tenía en mente (y que hoy sigue caracterizando el modelo alemán de relación iglesia-estado). Pero incluso esos convenios confesionales, existen y forman parte de la historia del derecho eclesiástico (especialmente en Europa, también en España), al igual que existen estados que no tienen relaciones formales con iglesias particulares, ni una ni muchas (por ejemplo, en Estados Unidos), porque tampoco es cierto que tener relación con el Estado convierta a una comunidad religiosa en Iglesia, así porque la administración del Estado aparece en escena. Esto sólo refleja una cierta falta de imaginación a la hora de considerar las múltiples y complejas formas de organización comunitaria que las distintas religiones del mundo han tenido. Las iglesias, con sus jerarquías o su burocracia, sólo son una de esas formas, una muy popular en Occidente, tanto que a veces obligamos a eclesializar a las organizaciones no eclesiales para que encajen con nuestras tradiciones administrativas.

Tampoco la idea de que algunas organizaciones religiosas (las supuestas sectas) se forman sólo con nueva membrecía es exacta. Las personas conversas, que un día se unen a un grupo de afines y se acomodan en esta nueva comunidad, más satisfactoria para la persona que la comunidad que quizá tenía antes, también asientan sus convicciones y sus formas de vida a lo largo del tiempo. Hoy, en España, hay algunos grupos religiosos que la prensa (y el imaginario popular) nombra como ejemplos de sectas, que tienen siglos de existencia, y más de un siglo de presencia en el territorio español. Pero la gente les sigue considerando sectas, no en un sentido neutral basado en criterios weberianos, sino por aquel uso despreciativo que el término arrastra desde bien antiguo. Por si no quedara clara la inutilidad del criterio de Weber hoy en día, tampoco es cierto que las iglesias sean iglesias porque en ellas se nace. Hoy en día la inmensa mayoría de confesiones admiten gente nueva entre sus filas, y muchas (incluidas las iglesias más tradicionales) son muy activas y transparentes en la búsqueda de nuevos fieles. 

Por último, el liderazgo carismático (vs. institución burocratizada) tampoco es un rasgo que sirva para diferenciar claramente entre supuestas sectas e iglesias. Considerando la historia de viejas y nuevas religiones es fácil darnos cuenta de que algunas organizaciones religiosas nuevas han desarrollado aparatos burocráticos sólidos en poco tiempo (como Scientology o la Iglesia de la Unificación, por ejemplo), mientras que organizaciones antiguas como la Iglesia Católica periódicamente se renueva gracias a individuos carismáticos que lideran movimientos eclesiales (como el movimiento Neocatecumenal, o el más reciente Hakuna) que sin embargo son acogidos plenamente dentro de la organización (y no expulsados, ni definidos oficialmente como secta).

Los criterios de Weber no han sido los únicos que la Sociología ha propuesto, pero sí los que más sinceramente se propusieron con intención de neutralidad. Otras listas de criterios para definir lo sectario, han estado más claramente inspirados en la voluntad de desprestigiar a unos grupos mientras se legitima a otros. Estos son los casos de los criterios de Bryan Wilson (en Sects and Society de 1961, o Patterns of Sectarianism de 1967), o de Roy Wallis (en The Road to Total Freedom, de 1976). Cualquiera que conozca mínimamente la historia de la diversidad religiosa contemporánea puede fácilmente desmontar estas definiciones de lo sectario considerando que, en realidad, la mayoría de las comunidades religiosas tienen rasgos como los que se atribuyen a las sectas, sólo que no se consideran problemáticos cuando se presentan en grupos que ya cuentan con la aceptación social de antemano. Pero en el rechazo que va unido al uso del término secta no hay sólo un rechazo a lo nuevo o lo no convencional (que también), hay un rechazo visceral, y lógico, por los delitos, los abusos, los escándalos y las tropelías que acompañan el relato habitual de los medios de comunicación sobre el asunto. Secta es un término que da miedo.

Creencias no convencionales no es sinónimo de delito

En los años 80 del siglo pasado, al tiempo que la sociedad española cambiaba y se abría a muchas novedades culturales, surgió una especial preocupación social por las llamadas sectas. Por aquel entonces, la ciudadanía media en España llamaba y consideraba “sectas” a prácticamente todas las minorías religiosas, por el simple hecho de ser minorías. En 1989, el Congreso de los Diputados formó una comisión parlamentaria para estudiar “grupos de limitado arraigo social organizados en torno a unas doctrinas religiosas o no” (BOE 174/1989). Como la mayoría de la sociedad en esa época, la comisión parlamentaria consideraba que esos grupos minoritarios eran potencialmente “destructivos” y, muy especialmente, una amenaza para menores de edad y jóvenes. Es interesante que sólo a las minorías y creencias no convencionales se les considerase un riesgo potencial para menores. Después de un tiempo de estudiar con atención la casuística, las sentencias, los escándalos en prensa, y la abundante documentación que los grupos anti-sectas organizados proveían a la comisión, ésta llegó a la conclusión de que no podía legislarse en torno a una categoría como “secta”, porque las creencias no convencionales y los delitos no guardan una relación intrínseca, por lo que no se deben perseguir las creencias, sino exclusivamente los delitos.

La reflexión de la comisión también tenía en cuenta que la libertad de conciencia y expresión (o de creencia y culto) asistía a las personas que decidían asociarse en torno a creencias no convencionales, teniendo derecho a la presunción de inocencia. Y, sin embargo, a pesar de ello, también recomendó que se exigiera especial transparencia financiera y administrativa a las organizaciones religiosas no convencionales, que al parecer seguían siendo sospechosas a las que había que vigilar. Después de todo, la sociedad española de 1989 seguía inmersa en innumerables prejuicios acerca de la diversidad religiosa. Situaciones sociales y jurídicas similares se vieron en otros países en la misma época, como fue el caso de Francia, Bélgica y Alemania, con distintos tipos de reacciones y soluciones. Es conocido que Francia, por su particular concepción de la laicidad, mantiene una comisión parlamentaria de vigilancia anti-sectaria, y de vez en cuando el Estado interviene “disolviendo” grupos religiosos a los que clasifica como peligrosos. También Alemania tiene su propio historial de purgas religiosas, pero como dice el Parlamento Europeo en sus documentos de trabajo sobre el tema “En el aspecto jurídico, la secta no existe”, es decir, en ninguno de los tres países mencionados “secta” es una realidad jurídica, por razones similares al caso español: se persigue el delito, no la creencia. Si esto es así, ¿por qué socialmente se siguen persiguiendo las creencias? ¿Es sólo por miedo a lo nuevo? Los pánicos anti-sectarios contemporáneos, y su particular fusión entre crimen y movilidad religiosa, no pueden entenderse sin el activismo anti-sectario organizado desde los años 60 del siglo XX hasta hoy.

El nacimiento del anti-sectarismo contemporáneo

La expansión de las libertades religiosas suele traer consigo también diversas formas de resistencia contra los cambios y las nuevas formas de creer o practicar. Los episodios de la Reforma protestante y la Contrarreforma católica son un ejemplo de esto, pero la persecución de quien deja la fe de su familia para abrazar otra ha seguido ocurriendo hasta hoy en día, incluso en los lugares donde creemos que ya no pasan estas cosas. Uno de esos momentos de intensa movilidad religiosa histórica fueron las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX, cuando emergieron los llamados Nuevos Movimientos Religiosos, se revitalizaron algunas espiritualidades nativas, indígenas y precristianas en Europa y América, al tiempo que se conocían más y mejor las religiones dhármicas. Frente a la creciente presencia de formas religiosas no cristianas, algunas instituciones y personas no tardaron en alarmarse y sentirse amenazadas por estas minorías, al tiempo que familias en las que se había dado alguna conversión incómoda empezaron a organizarse para denunciar a las organizaciones a las que se habían afiliado sus familiares y acceder a terapias de “desprogramación”. Con el tiempo, se produjeron varios episodios de pánico sectario, y momentos de escalada mediática en los que se extendía la alarma social por la supuesta amenaza de las minorías religiosas.

Una de esas personas preocupada por la amenaza de las nuevas formas de religiosidad en los sesenta fue Margaret Singer, la psicóloga que lideró el movimiento anti-sectario en Estados Unidos, y que explicaba la conversión como un “lavado de cerebro”. Singer había trabajado en los años 50 con veteranos de la guerra de Corea y se había interesado especialmente por aquellos que, habiendo sido prisioneros de guerra, volvieron a casa con un discurso crítico con los Estados Unidos, lo que ella interpretaba como resultado de un lavado de cerebro al que habrían sido sometidos en las prisiones norcoreanas. En los años siguientes, Singer se empezó a interesar por los nuevos movimientos religiosos y a desarrollar una extensa teoría sobre la persuasión coercitiva y el control mental (términos clave en el activismo anti-sectario actual), al tiempo que empezó a participar en procesos judiciales contra organizaciones religiosas, en los que sistemáticamente aplicaba su famoso argumento: las organizaciones manipulan a personas de baja capacidad intelectual o baja autoestima para separarlas de sus familias y aprovecharse de ellas. Cuando la American Psychology Association desacreditó las posturas de Singer por carecer de fundamento científico, Singer y sus asociados les demandaron por difamación, instigación y conspiración en su contra. Cuando perdieron la demanda, demandaron a su propio abogado, pero después de esto Singer fue rechazada como experta en los juicios en los que se alegaban lavados de cerebros, porque sus tesis se consideraron tan fanáticas como aquellas que quería combatir.

Otra persona preocupada por las nuevas religiones en los Estados Unidos de los años setenta era el Reverendo Ted Patrick, que inventó su propia profesión: la de desprogramador. Patrick no tuvo ninguna formación profesional, pero prometía desconvertir a los jóvenes que frecuentaban organizaciones religiosas no convencionales, y miles de familias le han contratado a lo largo de su vida para ello, a pesar de que sus métodos incluían el secuestro y la tortura. La desprogramación es un procedimiento por el que se obliga a una persona a abandonar sus creencias o su lealtad a un grupo o credo religioso, lo que, naturalmente, atenta contra la libertad de creencias, pero no sólo eso. Los primeros casos de desprogramación fueron tan violentos y escandalosos en Estados Unidos que trajeron consigo numerosas sentencias contra los desprogramadores, en las que salieron a la luz violaciones, uso de armas, agresión física, privación de sueño y comida, entre otros métodos. El propio Ted Patrick ha defendido la legitimidad de estos métodos y ha tenido una polémica vida judicial entrando y saliendo de prisión por delitos relacionados con secuestro y tortura.

Uno de los aspectos difíciles de esta forma de persecución religiosa es que se produce en el interior de las familias. Como es conocido, uno de los argumentos típicos del activismo anti-sectario es que los grupos religiosos alejan a las personas de sus familias, pero la literatura sociológica y antropológica al respecto ha mostrado que las personas conversas pueden huir de sus familias por conflictos previos a la conversión (como se ve ya en las investigaciones pioneras de John F. Lofland con su Doomsday Cult, de 1966, o de William S. Bainbridge con su Satan’s Power, de 1978), o no huir en absoluto. En otros casos, además, las cuestionables intervenciones de los desprogramadores se han realizado con el apoyo de la policía e incluso de los jueces, como en el caso Riera-Blume que se dio en España en 1983, a instancias de una asociación de activismo anti-sectario muy conocida en su momento, y basada ella misma en convicciones religiosas.

Más recientemente, y a la vista de que no se puede perseguir las creencias sin atentar contra la libertad religiosa, el activismo anti-sectario español ha reclamado que se legisle contra “la persuasión coercitiva cúltica”, un término de apariencia técnica que tampoco tiene un respaldo en la Psicología. Desde los 60 del siglo pasado, hasta hoy, desprogramadores y familias movilizadas contra la conversión de sus miembros han mantenido viva la llama del miedo a las sectas y han monopolizado la reflexión y la atención sobre el tema, apoyados por una prensa siempre dispuesta a obtener más clics con titulares escandalosos. Pero, condenando siempre y con rotundidad los abusos de toda clase, la reflexión sobre lo sectario hace tiempo que debería haber sido más amplia. Emulando al ámbito judicial, quizá deberíamos pararnos un momento a cuestionar la existencia misma del fenómeno.

Una invitación a desistir

Si no hay un fundamento jurídico ni socio-antropológico para sostener el uso objetivo de la palabra secta, y el activismo anti-sectario es, en parte, una pelea interna entre confesiones y familias ¿qué sentido tiene continuar con la idea de que existe realmente algo llamado “secta”? Tristemente, los abusos existen, y existen personas y organizaciones que han invocado la libertad religiosa para pretenderse inocentes de delitos que deben, sin duda ninguna, ser perseguidos y penados. La crítica a la noción de secta no es, en ningún caso tampoco, una excusa para tolerar el acoso, el fraude, la explotación, ni ninguna otra forma de maltrato, ni en el ámbito de las religiones ni en ningún otro ámbito. Todas estas cosas deben condenarse con total firmeza. Pero, 50 años de vigilancia anti-sectaria no han podido confirmarnos que existan más abusos en las minorías religiosas que en otras formas de asociación humana. Ni que los liderazgos carismáticos sean más peligrosos que los burocráticos, ni que los nuevos conversos sean una amenaza mayor que los que continúan con la fe de sus padres. La capacidad para evocar el escándalo sensacionalista que la palabra secta trae consigo, es una tentación difícil de resistir cuando en una conversación queremos expresar nuestro desprecio por alguna variedad religiosa particular a la que tenemos antipatía. Aunque sólo sea por eso, me temo que el uso del término seguirá tan vivo como el ánimo humano para despreciar e insultar al prójimo. En este sentido, no tengo esperanza de que nos deshagamos del término en el lenguaje cotidiano, pero ya sería un avance en el reconocimiento de la diversidad religiosa que dejáramos de pretender que “secta” significa algo objetivo y neutral. Como un animal fantástico, la palabra está en nuestro lenguaje y tiene un significado, pero a lo mejor, más allá de eso, las sectas no existen.

Cómo citar este artículo

Cornejo Valle, Mónica, "Desmontando la idea de secta", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 3, nº2 (segundo semestre de 2023). https://doi.org/10.58428/HZYL5794

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