El papel de los municipios canadienses en la gestión de la diversidad religiosa

Cuestiones de pluralismo, Volumen 2, Número 2 (2º Semestre 2022)
30 de Noviembre de 2022
DOI: https://doi.org/10.58428/VSZQ4707

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Por Jean-François Gaudreault-DesBiens

¿Qué papel desempeñan los municipios canadienses en la gestión de la diversidad religiosa? En cierto modo, quedan fuera del entramado constitucional. Sin embargo, los municipios, especialmente los grandes urbanos, desempeñan un papel crucial en la gestión diaria de la diversidad religiosa.


 

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¿Qué papel desempeñan los municipios canadienses en la gestión de la diversidad religiosa?

Quiero abordar esta cuestión desde una doble perspectiva, de derecho constitucional y sociológica, centrándome en el papel que la Constitución canadiense otorga a los distintos niveles de gobierno de la federación: federal, provincial y municipal. Esta tarea requiere, en primer lugar, examinar la historia constitucional de Canadá, así como las competencias formales otorgadas a esos tres niveles de gobierno. Este ejercicio mostrará que, desde el punto de vista del derecho constitucional, los municipios representan un nivel de gobierno subordinado que goza de muy poca protección frente a los dictados de las instituciones provinciales. En cierto modo, quedan fuera del entramado constitucional. Sin embargo, los municipios, especialmente los grandes urbanos, desempeñan un papel crucial en la gestión diaria de la diversidad religiosa.

Una historia constitucional compleja

Antes de la llegada de los europeos, Canadá no era una terra nullius. Diversas sociedades aborígenes coexistían con sus propios ordenamientos jurídicos y espiritualidades. El primer contacto entre estas sociedades y los europeos tuvo lugar cuando los franceses crearon las colonias de Nueva Francia y Acadia a principios del siglo XVII.

Las colonias francesas sufrieron mucho las guerras entre Francia y Gran Bretaña. El rápido crecimiento de las colonias británicas al sur de la frontera y la inversión comparativamente mayor de Gran Bretaña en sus colonias norteamericanas crearon un desequilibrio de poder que acabaría persiguiendo a Francia. Varios episodios bélicos condujeron al desmembramiento del imperio francés en Norteamérica.  Después de que Acadia fuera cedida a Gran Bretaña tras el Tratado de Utrecht de 1713, Nueva Francia sufrió el mismo destino en 1763 con el Tratado de París que siguió a la derrota de Francia en la Guerra de los Siete Años.

Este cambio de régimen tuvo importantes consecuencias desde el punto de vista de la composición religiosa de la colonia: una colonia católica romana -los no católicos tenían prohibido inmigrar a Nueva Francia- pasó de repente a estar bajo el gobierno de un monarca protestante. En el futuro, el grueso de los nuevos emigrantes sería también protestante.

Las implicaciones legales y políticas surgieron de estos cambios. En la Proclamación Real de 1763, que creó una nueva colonia británica llamada "Provincia de Quebec", se impuso el Juramento de Prueba a los súbditos católicos si querían ocupar un cargo público. Esto implicaba renunciar a su religión, cosa que no podían ni querían hacer, por lo que los antiguos habitantes de Nueva Francia quedaron funcionalmente excluidos de los cargos públicos.

Su posición mejoró con la Ley de Quebec de 1774, en la que el Parlamento británico restableció la aplicación del derecho civil francés en las áreas de derecho privado y abolió el Juramento de Prueba, un cambio de política que se explica en parte por el temor de Gran Bretaña a que el descontento sentido en sus colonias americanas se extendiera a Quebec. En 1776 tuvo lugar la Revolución Americana, que provocó el exilio de los leales a Canadá. Un número considerable de ellos se trasladó a la parte occidental de la provincia de Quebec, la actual Ontario. Esta afluencia de inmigrantes protestantes provocó una difícil convivencia entre los habitantes franco-católicos, todavía mayoritarios entonces, y los inmigrantes anglo-protestantes. Haciendo balance del problema, el Parlamento británico promulgó en 1791 el Acta de Constitución, que dividió la provincia de Quebec en dos colonias distintas, el Bajo Canadá (franco-católica, actual Quebec), y el Alto Canadá (anglo-protestante, actual Ontario). La constante llegada de emigrantes británicos después de 1791 acabó por inclinar la balanza demográfica a favor de los angloprotestantes.

Las rebeliones reprimidas en la década de 1830 condujeron a la promulgación del Acta de Unión de 1840, que unió las dos Canadás en una sola entidad gobernada por una legislatura común, con una representación igual de representantes de cada Canadá a pesar de la mayor población del Bajo Canadá. La política asimilacionista subyacente al Acta de Unión fue ferozmente combatida en el antiguo Bajo Canadá (ahora llamado "Canadá Este"), y finalmente fracasó. El siguiente paso constitucional fue la promulgación en 1867 de la Ley de la América del Norte Británica (ahora llamada "Ley de la Constitución de 1867"), que estableció una federación de provincias (inicialmente cuatro, es decir, Quebec, Ontario, Nuevo Brunswick y Nueva Escocia).

El último paso importante en la evolución constitucional formal de Canadá tuvo lugar con la adopción de la Ley Constitucional de 1982. Este instrumento constitucional desencadenó un cambio tectónico en el derecho constitucional canadiense, ya que la Carta de Derechos y Libertades, los derechos de los aborígenes y el principio del constitucionalismo pasaron a ocupar un lugar preeminente en el ordenamiento jurídico del país.

La protección de la diversidad religiosa en el ecosistema constitucional canadiense

En los primeros tiempos de la federación canadiense, los grupos religiosos no podían confiar en una declaración formal de derechos para protegerse de las restricciones indebidas impuestas por el Estado. Podían basarse en los principios generales del sistema constitucional británico o en la división federal de poderes.  

Por su parte, los municipios son considerados, en la Ley Constitucional de 1867, como meros objetos de legislación para las legislaturas provinciales; son, por utilizar una famosa expresión, "criaturas" de las provincias. Están, pues, bajo la jurisdicción absoluta de dichas provincias, y no gozan de ningún estatuto constitucional, por lo que las competencias que tienen les son delegadas por las legislaturas provinciales, que pueden retirarlas o reducirlas a voluntad. Y como se sostuvo en un caso de 2021 que afectaba a la ciudad de Toronto, el principio constitucional implícito de la democracia no puede ser invocado para cambiar ese estatus, aunque las ciudades sean, de hecho, importantes actores políticos, sociales y económicos. En realidad, independientemente de las recientes evoluciones legislativas en algunas provincias en relación con las responsabilidades de los municipios, reconociéndolos como "gobiernos de proximidad", no tienen ningún recurso legal si dichas evoluciones se detienen o revierten. En resumen, existe una clara desconexión entre su estatus constitucional/legal y su importancia en la vida cotidiana de los ciudadanos.

En la actualidad, los grupos religiosos pueden confiar principalmente en la protección de sus derechos en la Carta Canadiense de Derechos y Libertades, que, aunque se encuentra en la cúspide del ecosistema de protección de derechos del país, sólo se aplica a la acción gubernamental. La libertad de religión, garantizada en el artículo 2a), protege el derecho a las propias creencias íntimas en relación con una entidad teísta, y a expresarlas libremente. La evaluación de una reclamación basada en la libertad de religión se centra en la subjetividad del reclamante; lo que cuenta es la sinceridad o buena fe del reclamante, más que una obligación o prohibición religiosa "objetiva" formalmente determinable. Sin embargo, lo que debe demostrarse objetivamente es la propia restricción, que debe ser más que trivial o insignificante. La libertad de religión también impone al Estado un deber de neutralidad religiosa. Por ejemplo, se determinó que una oración católica romana recitada en las reuniones del consejo municipal tenía un efecto excluyente sobre otros grupos religiosos, agnósticos o ateos, por lo que fue anulada por inconstitucional.

Más allá de la libertad de religión propiamente dicha, los grupos religiosos también pueden ampararse en la protección de los derechos de igualdad de la Carta Canadiense, que enumera la religión como motivo prohibido de discriminación (artículo 15(1)). La doctrina de los "ajustes razonables" se elaboró en Canadá sobre la base de los derechos de igualdad. En pocas palabras, si uno tiene un derecho prima facie a ser acomodado, la organización a la que se solicita la acomodación debe demostrar que concederla impondría una forma de "dificultad indebida", que se refiere a una dificultad tangible y no meramente conjetural. Esta doctrina se aplica a los municipios como "actores gubernamentales", pero también se aplica a los actores privados a través de la legislación provincial sobre derechos humanos.

Unas últimas palabras sobre la Carta canadiense, que eleva el multiculturalismo a uno de sus principios de interpretación (art. 27). Es importante entender que, precisamente por ser un mero principio de interpretación, el multiculturalismo no tiene, ni puede tener, el efecto de crear derechos ex proprio vigore. En contextos en los que las reivindicaciones culturales suelen solaparse con las religiosas, esto significa que una persona no puede alegar que la cláusula de multiculturalidad le garantiza un "derecho a la cultura".

Un mosaico de culturas. La historia sociopolítica de Canadá y sus consecuencias contemporáneas

Canadá es un país de inmigración. Funcionalmente, se compone de dos culturas sociales principales (una mayoritaria inglesa y otra minoritaria francesa, que se concentra principalmente en Quebec). Aunque no están separadas por muros culturales estancos y están lejos de ser internamente homogéneas, estas dos culturas sociales están a menudo enfrentadas, con referencias culturales muy diferentes más allá de las comunes que emanan de la cultura de masas fabricada en Estados Unidos. Estas perspectivas contrastadas son especialmente evidentes en las cuestiones relativas a la religión.

Por un lado, Quebec fue durante mucho tiempo una provincia mayoritariamente francófona y católica, con una poderosa minoría anglo-protestante. Tras el triunfo del ultramontanismo a mediados del siglo XIX, un clero muy conservador influyó mucho en la sociedad, incluidas las políticas públicas. Sólo a principios de la década de 1960, con la Revolución Tranquila, el Estado rompió sus vínculos con la Iglesia y Quebec experimentó un importante proceso de secularización. Sin embargo, a pesar de que la religión fue expulsada simbólicamente de la esfera pública, sigue existiendo un desafío, cuando no una franca hostilidad, hacia las religiones en general, y dado que la Iglesia católica ya no es un actor social importante, la atención se ha centrado en las afirmaciones contemporáneas más "visibles" de la religiosidad, que suelen provenir de los musulmanes o los sijs. En cambio, el Canadá anglófono nunca ha conocido ninguna forma de control social de este tipo por parte de ninguna religión; por tanto, el tipo de desafío hacia la religión que existe en Quebec está ausente en otros lugares.

Tras años de debates, Quebec se ha alejado claramente de un modelo de "laicidad abierta" y ha adoptado en su lugar una forma de laicidad a la francesa. De hecho, el capítulo más reciente del eterno debate de Quebec sobre el lugar de la religión en la sociedad es la promulgación de la Ley de Laicidad del Estado. Las disposiciones sustantivas más polémicas de esta ley obligan a algunos grupos de empleados del Estado a quitarse sus signos religiosos cuando trabajan; se dirige no sólo a los empleados autorizados a ejercer la coerción en nombre del Estado (policías, guardias de prisiones, etc.), sino también a los profesores de primaria y secundaria.

Dicho esto, aunque la Ley de Laicidad está, en principio, protegida de las impugnaciones constitucionales basadas en la libertad de religión por el recurso a las cláusulas de no aplicación de la Carta Canadiense y de la Carta de Quebec -lo que es en sí mismo una fuente de controversia-, esta Ley está siendo impugnada ante el Tribunal de Apelación de Quebec mientras escribo este artículo. Este caso, que seguramente llegará hasta el Tribunal Supremo, no dice mucho en abstracto sobre la gestión de la religión en un sistema político de varios niveles. Sin embargo, sí dice que, en algunas circunstancias, cuestiones como la religión pueden inflamar las relaciones entre diversas culturas sociales y entidades constitucionales dentro de una política de este tipo, y esto, incluso más allá de su summa divisio primordial, como la lengua en Canadá. Cualquiera que sea la decisión, si la hay, del Tribunal Supremo, es probable que eche más leña al fuego. En este sentido, se puede ver que la combinación del federalismo con un sistema de constitucionalismo en un contexto en el que el tribunal supremo es omnipotente, pudiendo juzgar tanto las cuestiones federales como las provinciales, puede llevar a una "federalización" de los conflictos locales y, quizás hasta cierto punto, a su exacerbación. Así, a partir de mediados de la década de 2000, los conflictos originalmente arcanos sobre el alcance de la libertad religiosa y sus consecuencias jurídicas se transformaron en conflictos más amplios sobre el significado de Canadá desde la perspectiva de Quebec. Se planteó (de nuevo) la cuestión del margen de autonomía de que goza realmente Quebec para impulsar políticas públicas que están en desacuerdo con las valoradas en el resto de Canadá (junto con la protección del francés como lengua oficial).

El amplio panorama que acabo de trazar de la historia sociopolítica de Canadá revela una ausencia, la de los municipios. De hecho, ¿dónde encajan en el ecosistema político canadiense?

La "paradoja municipal" de Canadá

Recordemos que los municipios no gozan de ningún estatuto constitucional específico en Canadá. Sin embargo, son proveedores de primera línea de servicios esenciales, y esto es especialmente cierto en el caso de los municipios grandes, donde se concentran en gran medida la inmigración y la diversidad religiosa. Sin embargo, estos municipios tienden a ser tratados exactamente igual que los pequeños. Sobre el terreno, las principales herramientas que poseen si quieren regular la religión residen esencialmente en las ordenanzas de urbanismo, cuya interpretación suele ser fuente de tensiones; así ha sucedido especialmente con la ubicación de los lugares de culto y los cementerios. Al hacerlo, deben cumplir los requisitos constitucionales habituales, en particular la neutralidad del Estado, lo que significa que no pueden favorecer ni perjudicar a grupos religiosos concretos. Por ejemplo, como la libertad de religión es primordialmente una libertad negativa, no tienen, por principio, ninguna obligación positiva de modificar sus reglamentos de urbanismo para ayudar a los grupos religiosos a encontrar un terreno para el culto que se ajuste a sus preferencias. La práctica de cualquier religión siempre tiene algún coste, y los municipios no están obligados a eliminar todos esos costes al zonificar.

Sin embargo, es aquí donde la lente legal que he empleado hasta ahora para examinar lo que los municipios pueden hacer, y lo que realmente hacen, revela sus límites. De hecho, sus iniciativas más fructíferas en relación con la gestión de la diversidad religiosa no son de carácter normativo. Más bien tratan de mejorar la sociabilidad intercultural, por ejemplo, creando espacios públicos inclusivos, de fomentar el sentimiento de pertenencia de todas las personas, por ejemplo, creando foros en los que puedan hablar los grupos marginados, y de facilitar, en la medida de lo posible, la creación de espacios comunitarios, como permitir los cementerios de las religiones minoritarias en una sociedad dominada por los cristianos. Estas acciones, que suelen ser transversales, pueden tratar temas tan diversos como la gobernanza, la policía, el urbanismo, el transporte, el desarrollo social, la vivienda, la inmigración, el desarrollo comunitario, el deporte, la cultura o la indigeneidad urbana. Pueden abarcar campañas de información, la promulgación de políticas formales o declaraciones simbólicas, estudios o evaluaciones, planes de acción, marcos de referencia, la creación de oficinas municipales dedicadas, mecanismos de consulta o concertación, programas de mediación, programas de formación para empleados, iniciativas específicas para grupos, etc. Lo que cuenta es su eficacia sobre el terreno. Estos ejemplos están extraídos de la experiencia de la ciudad de Montreal, pero la mayoría de los grandes centros urbanos canadienses cuentan con iniciativas equivalentes.

Sin embargo, el reto para estas ciudades canadienses es encontrar la financiación necesaria para llevar a cabo y mantener estas iniciativas, lo que siempre es un problema dada su limitada base fiscal y el hecho de que no todas las situaciones a las que se enfrentan, como la atención a los inmigrantes, son de su competencia. En la práctica, dependen de los gobiernos superiores para obtener esa financiación, lo que puede dificultar su capacidad de actuación.

Conclusión

Es difícil, si no imposible, extraer alguna lección universal del sistema de gobernanza multinivel de Canadá sobre la gestión de la diversidad religiosa. De hecho, la naturaleza idiosincrásica del sistema lo hace difícilmente exportable. Ese sistema es en gran medida un producto de la evolución gradual del país y refleja sus tensiones internas. Desde el punto de vista jurídico-constitucional, un reto futuro será determinar cómo captar el potencial renacimiento de las espiritualidades aborígenes en el actual contexto de reconciliación con los primeros pueblos.

Sin embargo, a la hora de valorar el papel que desempeñan los municipios en la gestión de la diversidad religiosa, hay que concluir que es a la vez importante y precario. Importante en el sentido de que, sobre el terreno, los municipios desempeñan un papel fundamental en la integración concreta de los grupos religiosos en la sociedad, y en particular de las minorías religiosas, que suelen concentrarse en los grandes centros urbanos. Precario porque su capacidad normativa es limitada y, sobre todo, su dependencia de la financiación externa de los niveles superiores de gobierno es significativa. Sin embargo, a pesar de esa precariedad, son actores instrumentales en la aplicación de los derechos sociales y culturales de las minorías y, en consecuencia, en la creación de formas sostenibles de convivencia.

Cómo citar este artículo

Gaudreault-DesBiens, Jean-François, "El papel de los municipios canadienses en la gestión de la diversidad religiosa", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 2, nº2 (segundo semestre de 2022). https://doi.org/10.58428/VSZQ4707

Para profundizar

Video de la Conferencia: “La gestión democrática de la diversidad religiosa en Estados complejos: políticas locales y regionales en clave comparada” impartida por Jean-Francois Gaudreault-DesBiens, en diálogo con Eduardo J. Ruiz Vieytez, el 22 de septiembre de 2022 en el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

THE ROLE OF CANADIAN MUNICIPALITIES IN THE MANAGEMENT OF RELIGIOUS DIVERSITY 

What role do Canadian municipalities play in the management of religious diversity? In a certain way, they are not unlike constitutional absentees. Yet, municipalities, especially large urban ones, play a crucial role in the daily management of religious diversity.

 

What role do Canadian municipalities play in the management of religious diversity?

I wish to address this question from a dual constitutional law and sociological perspective, focussing on the role granted by the Canadian constitution to the federation’s various levels of government: federal, provincial, and municipal. This task first requires examining Canada’s constitutional history, as well as the formal powers afforded to those three levels of government. This exercise will show that, from a constitutional law standpoint, municipalities represent a subordinate level of government enjoying very little protection from the dictates of their provincial masters. In a certain way, they are not unlike constitutional absentees. Yet, municipalities, especially large urban ones, play a crucial role in the daily management of religious diversity.


A sinuous constitutional history

Prior to the arrival of Europeans, Canada was no terra nullius. Various Aboriginal societies co-existed with their own legal orders and spiritualities. The first contact between these societies and Europeans took place when the French created the colonies of New France and Acadia at the beginning of the 17th century.

The French colonies heavily suffered from the wars between France and Great Britain. The rapid growth of British colonies south of the border and the comparatively greater investment of Great Britain in its North American colonies created a power imbalance that would eventually haunt France. Several episodes of war led to the dismemberment of France’s empire in North America.  After Acadia was ceded to Great Britain after the 1713 Treaty of Utrecht, New France suffered the same fate in 1763 with the Treaty of Paris that followed France’s defeat in the Seven-Year War.

This regime change entailed significant consequences from the standpoint of the religious make-up of the colony: a Roman Catholic colony – non-Catholics were prohibited from immigrating to New France – suddenly came under the rule of a Protestant monarch. In the future, the bulk of new migrants would also be Protestants.

Legal and political implications flew from these changes. In the 1763 Royal Proclamation, which created a new British colony called the “Province of Canada”, the Test Oath was imposed upon Catholic subjects if they wanted to occupy a public position. This implied renouncing their religion, which they could not and would not do, as a result of which the former inhabitants of New France were functionally excluded from public office.

Their position improved with the 1774 Quebec Act, in which the British Parliament restored the application of French civil law in private law areas and abolished the Test Oath, a policy change in part explainable by Britain’s fear that the discontent felt in its American colonies would spread to Quebec. In 1776, the American Revolution took place, which prompted an exile of loyalists to Canada. A substantial number of them relocated to the Western part of the province of Quebec, which is now Ontario. This influx of Protestant immigrants led to a difficult coexistence between the French/Catholic inhabitants, still a majority then, and the Anglo-Protestant immigrants. Taking stock of the problem, the British Parliament enacted in 1791 the Constitution Act, which divided the province of Quebec in two distinct colonies, Lower Canada (French-Catholic, now Quebec), and Upper Canada (Anglo-Protestant, now Ontario). The constant arrival of British migrants after 1791 eventually shifted the demographic balance in favour of Anglo-Protestants.

Repressed rebellions in the 1830s led to the enactment of the 1840 Union Act, which united the two Canadas into a single entity governed by a common legislature, with an equal representation of representatives from each Canada in spite of a larger population in Lower Canada. The assimilationist policy underlying the Union Act was fiercely resisted in former Lower Canada (now called “Canada East), and ultimately failed. The next constitutional step was the enactment in 1867 of the British North America Act (now called the “Constitution Act, 1867), which established a federation of provinces (initially four, i.e. Québec, Ontario, New Brunswick and Nova Scotia).

The last significant step in Canada’s formal constitutional evolution took place with the adoption of the Constitution Act, 1982. This constitutional instrument triggered a tectonic shift in Canadian constitutional law, as a Charter of Rights and Freedoms, Aboriginal rights, and the principle of constitutionalism were given preeminent status in the country’s legal order.


Protecting religious diversity in the Canadian constitutional ecosystem

In the early days of the Canadian federation, religious groups could not rely on a formal bill of rights to protect themselves from undue state-imposed constraints. They could either rely on the general principles of the British constitutional system, or on the federal division of powers.

For their part, municipalities are considered, in the Constitution Act, 1867, as mere objects of legislation for provincial legislatures; they are, to use a famous expression, “creatures” of the provinces. They are thus under the absolute jurisdiction of such provinces, and enjoy no constitutional status, as a result of which the powers they have are delegated to them by provincial legislatures who can withdraw or reduce them at will. And as was held in a 2021 case involving the city of Toronto, the implicit constitutional principle of democracy cannot be relied upon to change that status, even though cities are, in fact, major political, social, and economic actors. Actually, irrespective of recent legislative evolutions in some provinces concerning the responsibilities of municipalities, recognizing them as “governments of proximity”, they have no legal recourse if such evolutions are halted or reversed. In short, there is a clear disconnect between their constitutional/legal status and their importance in the daily lives of citizens.

Today, religious groups can primarily rely for the protection of their rights on the Canadian Charter of Rights and Freedoms, which, while lying at the apex of the country’s rights-protection ecosystem, only applies to governmental action. Freedom of religion, guaranteed in s. 2a), protects one’s rights to one’s intimate beliefs in relation to a theist entity, and to express them freely. The evaluation of a claim based on freedom of religion centers around the claimant’s subjectivity; what counts is the claimant’s sincerity or good faith, rather than a formally ascertainable “objective” religious obligation or prohibition. What needs to be objectively demonstrated, however, it the restriction itself, which must be more than trivial or insignificant. Freedom of religion also imposes upon the state a duty of religion neutrality. For example, a Roman Catholic prayer recited at municipal council meetings was found to have an exclusionary effect on other religious groups, agnostics, or atheists; it was thus struck down as unconstitutional.

Beyond freedom of religion proper, religious groups may also rely on the Canadian Charter’s protection of equality rights, which lists religion as a prohibited ground of discrimination (s 15(1)). It is primarily on the basis of equality rights that the “reasonable accommodation” doctrine was elaborated in Canada. In a nutshell, if one has a prima facie right to be accommodated, the organization from whom the accommodation is requested must demonstrate that granting the accommodation would impose a form of “undue hardship”, which refers to a tangible and not merely conjectural hardship. This doctrine applies to municipalities qua “governmental actors”, but is also applied to private actors through provincial human rights legislation.

A last word on the Canadian Charter, which elevates multiculturalism as one of its principles of interpretation (s. 27). It is important to understand that, precisely because it is a mere principle of interpretation, multiculturalism does not, and cannot, have the effect of creating rights ex proprio vigore. In contexts where cultural claims often overlap with religious ones, this means that a person cannot claim that the multiculturalism clause guarantees her a “right to culture”.

A mosaic of cultures: Canada’s sociopolitical history, and its contemporary consequences

Canada is a country of immigration. Functionally, it is composed of two main societal cultures (a majority English one and a minority French one, which is mainly concentrated in Quebec). While not separated by watertight cultural walls and far from being internally homogeneous, these two societal cultures are often at odds with one another, with very different cultural references beyond the common ones emanating from US-manufactured mass culture. Such contrasting perspectives are particularly obvious on questions pertaining to religion.

On the one hand, Quebec was for a long time a largely French-speaking Roman Catholic province with a powerful Anglo-Protestant minority. After the triumph of Ultramontanism in the mid-19th century, a very conservative clergy heavily influenced society, including public policies. It is only in the early 1960s, with the Quiet Revolution, that the state broke its ties with the Church, and that Quebec underwent a major secularization process. Yet, even though religion was symbolically expelled from the public sphere, there is still a defiance, if not outright hostility, towards religions in general, and since the Catholic church is hardly a significant social actor anymore, attention has turned to more “visible” contemporary assertions of religiosity, most often coming from Muslims or Sikhs. In contrast, English-speaking Canada has never known any form of such social control on the part of any religion; thus, the type of defiance towards religion that exists in Quebec is absent elsewhere. After years of debate, Quebec has clearly moved away from a model of “open laicity” and embraced instead a form of laïcité à la française. Indeed, the most recent chapter of Quebec’s perennial debate on the place of religion in society is the enactment of the Act respecting the Laicity of the state. This statute’s most contentious substantive provisions force some groups of state employees to remove their religious signs when working; it targets not only employees allowed to exercise coercion of behalf of the state (police officers, prison guards, etc.) but also primary and high school teachers.

That said, even though the Laicity Act is in principle shielded from constitutional challenges based on freedom of religion by the resort to the Canadian Charter’s and Quebec Charter’s notwithstanding clauses – which is itself a source of contention -, this Act is being challenged before the Quebec Court of Appeal as I write this article. This case, which will certainly climb up to the Supreme Court, does not say much in the abstract about the management of religion in a multi-level polity. However, it does say that in some circumstances, issues such as religion may inflame relations between various societal cultures and constitutional entities within such a polity, and this, even beyond their primordial summa divisio, such as language in Canada. Whatever the decision, if any, of the Supreme Court may eventually be, it is likely to add fuel on the fire. In this respect, one can see that the combination of federalism with a system of constitutionalism in a context where the apex court is omni-competent, being able to adjudicate both on federal and provincial issues, may lead to a “federalization” of local conflicts and, perhaps to a certain extent, to their exacerbation. Thus, as of the mid-2000s, originally arcane conflicts about the scope of freedom of religion and its legal consequences morphed into broader conflicts about the meaning of Canada from a Quebec perspective. It (again) raised the question of the margin of autonomy Quebec really enjoys to advance public policies that are at odds with those valued in the rest of Canada (together with the protection of French as the official language).

The broad picture that I just brushed of Canada’s sociopolitical history reveals an absence, that of municipalities. Indeed, where do they fit in the Canadian political ecosystem?


Canada’s “municipal paradox”

Recall that municipalities do not enjoy any specific constitutional status in Canada. Yet, they are frontline providers of essential services, and this is particularly true for large municipalities, where immigration and religious diversity are largely concentrated. However, such municipalities tend to be treated in the exact same way as small ones.  On the ground, the main tools they possess if they want to regulate religion essentially lie in zoning by-laws, the interpretation of which is often a source of tension; this has notably been the case with the location of places of worships and cemeteries. In so doing, they must comply with regular constitutional requirements, particularly state neutrality, which means they can neither advantage nor disadvantage specific religious groups. For example, as freedom of religion is primordially a negative freedom, they have, as a matter of principle, no positive obligation to amend their zoning by-laws to assist religious groups in finding a land for worship that fits their preferences. There is always some cost to the practice of any religion, and municipalities are not bound to remove all such costs when zoning.

It is here, however, that the legal lens that I have so far employed to look at what municipalities can do, and actually do, reveals its limits. Indeed, their most fruitful initiatives regarding the management of religious diversity are not of a regulatory nature. They rather seek to enhance intercultural sociability, for example by creating inclusive public spaces, to foster the feeling of belonging of all people, for example by creating forums where marginalized groups can speak up, and to facilitate, to the extent possible, the creation of community-based spaces, such as allowing for minority religions’ cemeteries in a Christian-dominated society. Such actions, which are often transversal, may seek to deal with issues as diverse as governance, policing, zoning, urban planning, transportation, social development, housing, immigration, community development, sports, culture, or urban indigeneity. They may encompass information campaigns, the enactment of formal policies or symbolic declarations, studies or evaluations, action plans, reference frameworks, the creation of dedicated municipal offices, consultation or concertation mechanisms, mediation programs, training programs for employees, group-specific initiatives, etc. What counts is their effectiveness on the ground. These examples are drawn from the experience of the city of Montreal, but most large Canadian urban centers have equivalent initiatives in place.

The challenge for these Canadian cities, however, is to find the funding that is needed to realize and sustain such initiatives, which is always a problem given their limited taxation base and the fact that not all of the situations they are faced with, such as caring for immigrants, are under their jurisdiction. In practice, they are dependent upon higher governments for such funding, which may hinder their ability to act.


Conclusion

It is hard, if not impossible, to draw any universal lesson from Canada’s multi-level governance system on the management of religious diversity. Indeed, the system’s idiosyncratic nature renders it hardly exportable. That system is largely a product of the country’s incremental evolutions, and reflects its internal tensions. From a legal/constitutional standpoint, a forecoming challenge will be to determine how to grasp the potential revival of Aboriginal spiritualities in the current context of reconciliation with First Peoples.

However, when it comes to assessing the role that municipalities play in the management of religious diversity, one must conclude that it is both important and precarious. Important in the sense that, on the ground, municipalities play a critical role in the concrete integration of religious groups in society, and particularly religious minorities which tend to be concentrated in large urban centers. Precarious because their regulatory powers are limited and, most importantly, their dependence on external funding from higher levels of government is significant. Yet, in spite of that precariousness, they are instrumental actors in the implementation of social and cultural rights for minorities and, by way of consequence, in the creation of sustainable forms of convivencia.

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