La Tierra y todo lo que hay en ella: puentes entre religión y ecología en tiempos de crisis ecosocial

Cuestiones de pluralismo, Volumen 2, Número 2 (2º Semestre 2022)
15 de Septiembre de 2022
DOI: https://doi.org/10.58428/HQHC7764

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Por Carmen Madorrán Ayerra

Para hacer frente a la crisis ecosocial global es importante que entendamos la fuerza de esos lazos que nos unen a los otros y su suerte, que nos concibamos como parte de la comunidad humana.


 

El microbiólogo, ambientalista y ensayista René Dubos tituló ¡Un animal tan humano! el ensayo que en 1969 le valió el Premio Pulitzer. Esta figura tan lúcida como desconocida —autor de la máxima “pensar globalmente, actuar localmente”— señalaba algo importante al hablar de nosotros en esos términos. Somos animales, y no entendernos conectados al resto de seres cohabitantes del planeta es el principio del fin. Negar nuestra profunda dependencia de la salud de los ecosistemas en los que vivimos es buena parte del embrollo que nos ha traído hasta este presente de crisis ecológica global. Pero Dubos sabía que, a la vez y como el resto de animales, también los humanos tenemos nuestras especificidades. Tenemos lenguaje, algo de racionalidad, capacidades morales e intelectuales muy destacables, somos curiosos y necesitamos explicarnos todo aquello que nos rodea o sucede. Como sabemos, los humanos tiramos de historias y ciencia para explicarnos el mundo increíble en el que habitamos. No es sorprendente que un buen número de las primeras fabulaciones en los distintos lugares del planeta versasen sobre el cielo y sus astros, las montañas y las selvas, los desiertos y el mar. Cómo no venerar, temer y cuidar la única casa capaz de alojarnos y mantenernos con vida. Tampoco sorprende que ese elemento de cierta espiritualidad en la comprensión de nuestra relación con los ecosistemas pasase a formar parte de las distintas tradiciones religiosas. Aunque las palabras cambien del ámbito religioso al secular (cuidar la creación o los ecosistemas), hay un terreno compartido entre religión y ecología que pasa, a mi entender, por asumir tanto nuestra insignificancia como nuestra ecodependencia.

Las tradiciones religiosas siempre han incorporado en su simbolismo los ciclos de la vida, la muerte y el renacimiento típicos del mundo natural. Además, han ido desarrollando posturas críticas frente a la sobreexplotación de la tierra y los animales no humanos. El objeto de la ecología religiosa es precisamente esa intersección entre el pensamiento religioso cosmológico y la ética ambiental. El estudio conjunto de la religión y la ecología explora las distintas formas en las que las comunidades religiosas articulan las relaciones con sus biorregiones en sus contextos locales. Conviene no perder de vista que las religiones son vehículos para historias cosmológicas, sistemas simbólicos, prácticas rituales, normas morales, procesos históricos y estructuras institucionales que transmiten una visión de lo humano imbricada en un mundo de sentido y responsabilidad, transformación y celebración. Como ha escrito el teólogo Jaime Tatay en Creer en la sostenibilidad: “Al fin y al cabo, las religiones comparten una narrativa de la responsabilidad hacia la Tierra que en nuestra época es preciso redescubrir urgentemente”.

De hecho, la intersección entre ecología y religión se está consolidando como disciplina incipiente y fértil en términos académicos, de investigación y compromiso político. Así lo decía el reputado investigador del Worldwatch Institute, Gary Gardner, en su recomendable artículo “Cómo involucrar a las religiones en la construcción de civilizaciones sostenibles”: “A juzgar por algunos indicadores, se ha producido a lo largo de las últimas dos décadas un pronunciado aumento de la implicación de las tradiciones religiosas y espirituales en cuestiones relacionadas con la ecología. Esta tendencia resulta esperanzadora puesto que son muchas e importantes las posibles aportaciones que pueden emanar de dichas tradiciones para la Gran Obra de nuestro tiempo: encaminar a las economías mundiales por la senda de la sensibilidad ecológica y la justicia social y económica”.

Prueba de que esta tendencia va más allá del ámbito académico la tenemos en las declaraciones y escritos que las distintas confesiones han hecho en los últimos años, exhortando a sus seguidores a tomarse muy en serio la crisis ecológica y social que define nuestro presente. En nuestro ámbito cultural, sin duda la aportación más comentada ha sido la Carta Encíclica del Papa Francisco I, Sobre el cuidado de la casa común (Laudato si), del año 2015. Sin embargo, dista mucho de ser la única. También ese año encontramos la Declaración Islámica sobre el Clima adoptada en el Simposio Internacional Islámico sobre Cambio Climático, donde líderes espirituales, responsables políticos y académicos llamaron a los 1.600 millones de musulmanes del planeta a actuar contra el cambio climático. La Declaración Hindú sobre Cambio Climático (Bhumi Devi Ki Jai! A Hindu Declaration on Climate Change) hacía lo propio al instar a sus 900 millones de creyentes a responsabilizarse del resto de los otros seres y buscar vidas en armonía y equilibrio con la naturaleza.

Aunque habría otros caminos posibles, destacaría cuatro aspectos por los que considero atinado tender puentes entre la ecología y las tradiciones religiosas.

En primer lugar, por la capacidad de las tradiciones religiosas para apelar a un sujeto colectivo y el papel central que atribuyen a la comunidad. La importancia concedida al ámbito de lo comunitario tanto en el plano teórico como en un buen número de prácticas religiosas puede contribuir a la comprensión de nuestra vulnerabilidad, de nuestra interdependencia y ecodependencia. Para hacer frente a la crisis ecosocial global es importante que entendamos la fuerza de esos lazos que nos unen a los otros y su suerte, que nos concibamos como parte de la comunidad humana. Pensar que el aumento del nivel del mar no me afectará porque vivo lejos de la costa es tan alocado como creer que las sequías prolongadas en otros continentes no repercutirán sobre quienes vivimos en zonas más húmedas. Sin duda, urge adoptar lo que Jorge Riechmann ha llamado una moral de largo alcance, opuesta a las aproximaciones cortoplacistas y miopes que rigen nuestro presente. En esa dirección apunta, entre otros, el Papa Francisco I: “El cuidado de los ecosistemas supone una mirada que vaya más allá de lo inmediato, porque cuando sólo se busca un rédito económico rápido y fácil, a nadie le interesa realmente su preserva­ción. Pero el costo de los daños que se ocasionan por el descuido egoísta es muchísimo más alto que el beneficio económico que se pueda obtener” (Carta Encíclica Sobre el cuidado de la casa común, extracto del punto 36).

Un segundo aspecto que refuerza ese fecundo diálogo entre ecología y religión sería la vocación de transformación moral inherente a las tradiciones religiosas, y muy especialmente la posibilidad de resituar la compasión en el centro. Desde la acción política en clave ecologista, numerosos autores han apuntado a la necesidad de otra praxis social. Entre ellos, Jorge Riechmann recordaba en su libro Otro fin del mundo es posible, decían los compañeros, que “hoy no necesitamos (prioritariamente) acumular más datos sobre la crisis multidimensional, o frangollar nuevos modelos científicos: necesitamos sobre todo construir movimiento social. Los problemas ecológicos son, esencialmente, asuntos sociopolíticos y culturales. […] Hoy no necesitamos (prioritariamente) más avances técnicos, aunque algunos de ellos puedan ser bienvenidos, sino otra praxis social”. Esa tarea pasa por buscar las teclas que proporcionen motivación ético-política para actuar. Podríamos en este sentido apelar al amor por los hijos y nietos concretos, a la idea de una libertad real, a un sentimiento de comunidad, a una riqueza en tiempo y vínculos sociales, y sería un grave error estratégico, político y moral desaprovechar la apelación que cada tradición religiosa pueda hacer a sus seguidores para activar esa movilización transformadora. De hecho, un ejemplo concreto en este sentido lo encontramos en el rechazo de la mayoría de las religiones al consumismo, algo sobre lo que ha llamado la atención Gardner:

La riqueza y el afán de poseer —factores clave en una sociedad de consumo— han estado históricamente vinculadas, bajo el prisma de las tradiciones religiosas, con la avaricia, la corrupción, el egoísmo y otros defectos de carácter. Es más, los grupos religiosos cuentan con herramientas espirituales y morales capaces de abordar las raíces espirituales del consumismo —incluyendo la persuasión moral, las escrituras sagradas y las prácticas litúrgicas y rituales— que pueden resultar complementarias a los argumentos que plantean los grupos ecologistas laicos. Por lo general, las congregaciones locales, los templos, parroquias y ashrams constituyen comunidades unidas por un fuerte vínculo y eso las convierte en potenciales modelos y grupos de apoyo para quienes estén interesados en cambiar sus pautas de consumo.

En tercer lugar, subrayaría la urgencia de construir esas utopías reales de las que hablaba Erik Olin Wright; proyectos que partan de las potencialidades reales de la humanidad hoy, pero sin abandonar el papel de la esperanza como motivador de la acción. La capacidad para construir horizonte, para proponer futuro deseable, es uno de los grandes retos a los que nos enfrentamos hoy. Que sintamos una profunda pérdida de confianza en el futuro no es en absoluto de extrañar a la vista de la crisis ecosocial. Joanna Macey y Chris Johnstone han recordado en su libro Esperanza activa que no podemos cerrar las conversaciones ahí, que no podemos dar la espalda a la angustia que esto nos genera o desentendernos de ella. Nos recuerdan que la palabra esperanza tiene dos significados: uno vinculado a la convicción que aparece con la probabilidad de que se produzca aquello que queremos y otro vinculado al deseo. Este segundo es el que les interesa para hacer frente a esa ecoangustia de la que cada vez oímos hablar más: la esperanza que se refiere a saber lo que esperamos y lo que nos gustaría que aconteciera. Distinguen así entre una esperanza pasiva, que consiste en esperar a que agentes externos produzcan lo que deseamos, y una esperanza activa, que se define por llegar a ser participantes activos en la producción de lo que esperamos. La esperanza activa sería entonces una práctica que parte de tomar conciencia de la situación; en un segundo momento identifica lo que esperamos, la dirección que quisiéramos que tomaran las cosas; y finalmente empuja a la acción para avanzar hacia ese objetivo.

En cuarto lugar, considero que tampoco en términos estratégicos tendría sentido dejar de lado a las religiones en el intento por amortiguar los peores enveses de la crisis ecosocial. Como ha dicho en más de una ocasión Jared Diamond, quien ha estudiado el colapso de civilizaciones pasadas, lo único que tenemos que hacer ahora es dejar de aferrarnos a una única tabla de salvación. Diferentes aproximaciones, estrategias y actores son complementarios y a la vez imprescindibles porque nos hemos quedado sin tiempo. Ya no se trata de apostar por la mejor de las herramientas posibles, sino de aplicar simultáneamente todas las herramientas de las que dispongamos. El propio Gardner apuntaba en esta dirección al señalar que los seguidores de las tres religiones mayoritarias (cristianismo, islam e hinduismo) representan en torno a dos tercios de la población mundial. Además, la capacidad de influencia de las religiones se multiplica por su concentración geográfica, con lo que eso supone en términos de llamamientos y acciones coordinadas. En este estado de cosas, cómo obviar una particularidad de las religiones que ya señalaba Jaime Tatay, y es que se trata de actores globales que al mismo tiempo gozan de una fuerte implantación local. Es más, este profesor jesuita ha elaborado una lista con los diez motivos que a su juicio justifican la implicación de las confesiones religiosas en los debates sobre sostenibilidad. Alude así a diez claves teológicas para “cuidar la creación” que podrían constituir lo que ha denominado un ethos medioambiental de cuño interreligioso”.

En resumen, sería un error mayúsculo dejar de lado a las tradiciones religiosas en la labor de concienciación y transformación de nuestras sociedades, sus maneras de producir, consumir y vivir, sus expectativas y sus metas. La muerte y el gran sufrimiento de millones de personas por la injusticia social y ecológica que rige nuestro mundo no puede dejar indiferente a nadie. Es una masacre que ya está en marcha y todo apunta a que irá en aumento al ritmo de los cada vez más frecuentes fenómenos climáticos extremos. Por si ese fuera poco motivo para la movilización de creyentes y no creyentes, un elemento clave en los próximos años será la protección de las generaciones futuras. También en una de las transformaciones urgentes que tenemos entre manos, esa labor de ampliación de la comunidad moral que acoja a los seres humanos presentes y futuros, y también al resto de especies, todo apoyo es poco.

Cómo citar este artículo

Madorrán Ayerra, Carmen, "La Tierra y todo lo que hay en ella: puentes entre religión y ecología en tiempos de crisis ecosocial", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 2, nº2 (segundo semestre de 2022). https://doi.org/10.58428/HQHC7764

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