Libertad de conciencia, una libertad implícita en la Constitución

Cuestiones de pluralismo, Volumen 2, Número 1 (1er Semestre 2022)
24 de Marzo de 2022
DOI: https://doi.org/10.58428/XCWB1848

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Por Dionisio Llamazares Fernández

Un mundo pluralista y multiculturalista implica la simultaneidad de varios códigos de valores. El derecho debe proteger a creyentes y no creyentes. La libertad religiosa deja desprotegidos a los últimos. Hablar de libertad de conciencia, que incluye la libertad religiosa, es una exigencia de la igualdad y de la actualidad.


 

Es verdad que la Constitución no habla de libertad de conciencia, sino de “libertad ideológica, religiosa y de culto”. Cadencia que pone de relieve que la libertad ideológica incluye a la religiosa y ésta a la de culto. El TC ha afirmado tajantemente la inclusión de la libertad religiosa en la ideológica (STC 292/1993, FJ 5): “La libertad ideológica” (…..) “es comprensiva de todas las opciones que suscita la vida personal y social, que no pueden dejarse reducidas a las convicciones que se tengan respecto al fenómeno religioso y al destino último del ser humano”. Al menos todo eso está claro. Pero, ¿y la libertad de conciencia? Esa expresión no aparece ni una sola vez en el texto constitucional.


El comienzo de la Humanidad fue la conciencia de la mismidad: la vivencia de la identidad, de la alteridad, y de la libertad, los tres pilares de la dignidad humana. El ser humano es digno por ser consciente de sí mismo como ser-con los otros y como libre. Como tal se sabe, se siente y se vive. La conciencia de la libertad es la que le aúpa a la peana de una especial dignidad. Le transforma en un ser moral.

Las vivencias son creencias, convicciones, ideas, opiniones, sentimientos y emociones, cualquier vivencia consciente, en definitiva, y la conciencia la corriente unitaria de esas vivencias. No hay pensamiento sin sentimiento. Esas tres vivencias primordiales son conceptos emocionales de la percepción de nosotros mismos. Esa libertad de las vivencias de la conciencia, con independencia de que su contenido sea o no religioso, es lo que tiene que proteger el Derecho; es una exigencia del principio de igualdad. Pero el derecho debe distinguir la vivencia misma de su contenido y las meras ideas u opiniones, de las convicciones que “denotan puntos de vista que alcanzan un cierto nivel de obligatoriedad, seriedad, coherencia e importancia” (SSTEDH, Folgero c. Noruega, nº 84 y Zengin c. Turquía, de 9, nº 49).

La libertad de conciencia alude, sensu stricto, sólo a las creencias y convicciones vividas y sentidas como integrantes de nuestra “mismidad”. Las creencias se refieren a la verdad, las convicciones a valores; solo las segundas tienen que ver directamente con las decisiones y las conductas, pero no es fácil imaginar que indirectamente no tengan esa relación también las verdades de fe, sean religiosas o no. Solo en el universo de los conceptos existe la creencia sin proyección práctica, pero no en el mundo real. La protección jurídica reforzada se extiende, por tanto, también a ellas.

Con la identidad estamos refiriéndonos a lo que permanece invariable en nosotros a pesar de todas las transformaciones que experimentamos como consecuencia de lo que nos acontece, de lo que nos hacen y de lo que hacemos; junto a naturaleza y azar es la libertad, la nuestra y la de los otros, la causa más significativa de esas transformaciones: el “yo” nunca es “lo mismo”, pero siempre es “el mismo”, “incluso en sus alteraciones”. Bien pensado, permanece idéntico a sí mismo en lo que es distinto de los demás, en lo que es “totalmente otro”. En el “yo” identidad y diferencia son lo mismo; es más, desde el punto de vista de su percepción por la conciencia es antes la diferencia; la identidad es un momento de la diferencia. De ahí que el derecho a la identidad y el derecho a la diferencia sean uno y el mismo derecho.

Nos percatamos de nuestra identidad al percibir al otro como “absolutamente otro”, único e irrepetible. Necesito del encuentro con el otro y de su reconocimiento para encontrarme conmigo mismo y para la autoconciencia y la autoestima; en el otro me descubro a mí mismo, singular y único como posible modo de ser hombre. Es lo que pretende atrapar la expresión heideggeriana “ser-con” como definición del ser humano. No puedo ser sin la presencia de los otros. No soy primero hombre y luego me encuentro con los otros. Soy “con los otros” ab initio. Eso es la alteridad.

Pero es la conciencia de la libertad lo que completa el cuadro. Somos meras “posibilidades de ser hombre” y la libertad es el puente entre el poder ser y el deber ser. Es ella la que me hace dueño de mi destino, la que me permite elegir el modelo de ser humano que quiero ser y tomar las decisiones y realizar las acciones pertinentes y adecuadas para ello. Es la conciencia de esa libertad del “querer” lo que convierte al ser humano en sujeto moral y responsable, y le reviste de una especial dignidad.

Las tensiones que provocan la pluralidad y el consiguiente pluralismo, dado el “modo de ser hombre” de cada uno, único e irrepetible, pueden desembocar en el enfrentamiento rompiendo la paz y obstaculizar e impedir, no solo la cooperación para conseguir objetivos comunes, sino también el encuentro y el diálogo con los otros, imprescindible para el progresivo desarrollo de la personalidad. Para superar esas dificultades, salvando la libertad de cada uno como fuente de esa originalidad singular, solo hay una solución: constituir una asociación ideal como la imaginada por Rousseau en que las normas que la ordenen, se las den los mismos miembros, de manera que no obedezcan más que a sus propias leyes, asegurando así la autonomía de todos y cada uno.

De ahí de la necesidad del pacto por la convivencia, cuyo primer compromiso justamente es respetar el derecho de libertad de conciencia, no solo de la libertad religiosa, de los otros, que tienen una percepción distinta de su “identidad”, lo que implica para los demás, como correlato, el deber jurídico de tolerancia del diferente. De manera que base del pacto es, de un lado, el reconocimiento a todos del derecho de libertad de conciencia, a la identidad y a la diferencia, por tanto, y, de otro, la aceptación por parte de todos del compromiso y de la obligación de respetar ese derecho. De ahí la decisión original de mantener fuera de la vida política, los temas en los que no es esperable la posibilidad de acuerdo, según la clarividente expresión de Maurois: “los intereses transigen, las conciencias no”. Se opta por la neutralidad de la comunidad política. Surge así el triángulo constituye los cimientos de esta y del ordenamiento jurídico: libertad de conciencia, tolerancia y neutralidad, esta última como garante de la tolerancia. Ese es el vivero inagotable de la comunidad política.

El objetivo último de la comunidad es ofrecer el marco más propicio para el pleno desarrollo del ser humano singular, no solo la paz o la cooperación, sino propiciar el encuentro, el dialogo y el mutuo enriquecimiento personal de quienes se encuentran.

La libertad de conciencia es el principio básico de la moral y del derecho, del bien y del mal; ni una ni otro tendrían sentido sin ella. Es la fuente última de todos los derechos fundamentales y el supremo de ellos. Esa libertad es el principio cimero del sistema jurídico.

El derecho de libertad de conciencia

La libertad de conciencia tiene que ver con la identidad, la alteridad y la libertad. El ser humano goza del derecho de libertad en la percepción de sí mismo, de la propia identidad y de la diferencia, a las que tiene derecho. Solo en segundo lugar es libertad de creencias y convicciones con contenidos, religiosos o no, diferentes que se van adhiriendo progresivamente a la “mismidad” original como cascos de cebolla. La libertad de conciencia es antes que otra cosa libertad para ser uno mismo, para ser auténtico y fiel a sí mismo; para desarrollarse con fidelidad a ese “sí mismo”; porque esa es su creencia o convicción primigenia y más profunda. Las otras creencias y convicciones, religiosas o no, siempre serán adheridas a ese núcleo original. Merecen protección especial reforzada por su grado de adhesión a la identidad personal; porque se viven y sienten como integrantes de esa identidad, no por ser religiosas o ideológicas, sino por ser subsumibles en el art.16 CE; en lo demás se someten al derecho común (art 20 y concordantes).

En su dimensión interna abarca las libertades referentes a la percepción de sí misma, de la identidad y de la alteridad, especialmente la de formar libremente la propia conciencia, sin obstáculos ni dificultades puestos por los otros, que son además positivamente solidarios unos con otros en esa aventura de realizar sus “posibilidades de ser” humano.

En su dimensión externa abarca tanto la libertad de manifestación de los contenidos de conciencia, como la de actuar de acuerdo con ellos. A las que se añade la de asociarse por su corresponsabilidad solidaria con los otros en su realización auténtica, sobre la base de compartir los mismos contenidos de sus vivencias de conciencia.

En cuanto proceso dinámico, la vida consiste justamente en eso, en ir descubriendo progresivamente el modo de ser humano, único e irrepetible, que cada uno es como posibilidad de ser y en ir formulando y desarrollando libremente ese proyecto: desarrollo libre y pleno de la persona, concretando las posibilidades de ser, que cada uno es. La autenticidad, como obediencia a la convicción es la suprema regla moral, del bien y del mal. Todos tienen derecho a ser lo que son.

La Constitución española proclama el derecho de libertad de conciencia en el artículo el 16. 1 y 2, aunque hay que añadir que el 15 consagra como autónomo el de integridad moral y en el 18 ocurre lo mismo con la intimidad; derechos ambos que ya estaban incluidos nuclearmente en el art. 16, 1-2.

Lo que se proclama en el art. 16 es la libertad de la conciencia, que es una vivencia íntima, la más íntima de las vivencias, fuente de la moral personal, y consiguientemente de la integridad moral de la persona y en su número 2 se consagra la intimidad de “la ideología, religión o creencias”. La jurisprudencia constitucional despeja todo género de dudas: “El art. 16.1 garantiza un claustro íntimo de creencias” (STC177/1996, FJ).

El artículo consagra varias libertades, pero un solo derecho y a todas ellas les dispensa la misma protección jurídica reforzada (SSTC 202/1993, FJ5, 173/1995, FJ1,141/2000, FJ 4) con un único límite, el orden público cuyos elementos integrantes detalla la LOLR, art. 3.1: derechos y libertades fundamentales de los demás y seguridad, salud y moral públicas.

Declara titulares de ese derecho a las personas singulares y, a continuación, a las comunidades, lo que evidencia que la libertad de asociación por razones de conciencia está incluida en la libertad de conciencia individual (Habermas) De ahí la distinción entre comunidades religiosas e ideológicas (doctrinas comprensivas, filosóficas o identitarias) como titulares del derecho de libertad de conciencia. Dada la neutralidad (laicidad) (art. 16.3), base del pacto, tanto las ideológicas como las religiosas, son asociaciones privadas de interés particular, pero sobre esa misma base se les reconocerá autonomía para regular sus propios asuntos internos.

Pero y ¿la libertad de conciencia? Esa expresión no aparece ni una sola vez en el texto constitucional. Es más, la palabra conciencia solo aparece en el art. 30 referido a la objeción de conciencia al servicio militar. No sin titubeos iniciales, el TC ha terminado entendiendo que la libertad de conciencia es la base tanto de la libertad ideológica como de la religiosa, en cuanto raíz de la autodeterminación y autonomía de la persona, como libertades en que esa autodeterminación y autonomía se manifiestan   y realizan. No debe sorprender que diga que, tanto la libertad ideológica (STC 160/1987, FJ 3, Auto71/1993, FJ2), como la libertad religiosa (STC551/1985, FJ 3) son libertad de conciencia.

Imaginemos un círculo en el que estén incluidos otros dos. El circulo continente representaría a la libertad ideológica igual a la libertad de conciencia. Los círculos contenidos representan uno a la libertad de pensamiento y el otro a la libertad religiosa. Si los dividimos a los tres por la mitad, una parte representa a la libertad de creencias y convicciones (libertad de conciencia en sentido estricto) y la otra a la libertad de ideas y opiniones (libertad de conciencia en sentido amplio). La primera regulada en el art 16 y la segunda en el 20 y concordantes, “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas”, así como “remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud”(art. 9.2); a lo que se añade una protección jurídica reforzada para el derecho de libertad de conciencia sensu stricto, reduciendo los límites a su ejercicio, que sí afectan a los demás derechos fundamentales, incluso a los que tiene consideración de garantías institucionales, a uno sólo el “orden público en sus manifestaciones” (art. 16). Algo que, junto a su presencia activa como supremo valor en el pacto por la convivencia, permite considerar a la libertad de conciencia como el primero de los derechos fundamentales. 

Es evidente que, no sólo el art. 20, sino todos los derechos y libertades fundamentales que tienen una existencia autónoma no son más que desarrollo del art. 16, 1-2. Eso es lo que ocurre con derechos tales como la integridad moral, la intimidad o el honor y, desde luego, con los directamente conectados con el art. 20. Es más, afecta a todos los derechos: nadie puede ser discriminado por ideología o religión.

Es verdad que el TC ha sostenido la primacía de la vida. Y tiene razón, considerada la vida como hecho biológico. Harto diferente es el derecho a la vida. Porque este derecho tiene su fundamento en el núcleo de la conciencia original, especialmente la conciencia de su libertad siquiera sea como expectativa.

Conciencia y ley

La primacía del principio y del derecho de libertad de conciencia avoca a una contradicción insalvable entre conciencia y ley y amenaza con desmoronar el ordenamiento. Pero la libertad de conciencia tiene un límite: el orden público.  La contradicción la disuelve el siguiente principio: “orden público sólo hasta donde sea necesario, libertad de conciencia hasta donde sea posible”. Lo que nos avocaría a esta conclusión: reducción de los auténticos supuestos de objeción de conciencia (los no previstos y tipificados expresamente como excepción a la ley) al mínimo, exigiendo la previsión expresa en la ley de la posibilidad de su reconocimiento judicial, sobre la base de la equidad. La admisión judicial de la objeción no es una excepción a la ley, ni mero resultado de su interpretación, sino una acomodación equitativa de la ley a las circunstancias del supuesto concreto no previstas por ella, lo que implica su integración por razones de equidad. La objeción junto a la desobediencia civil son la cláusula de cierre del ordenamiento.

El TC mantiene tesis aparentemente contrarias sobre la naturaleza de la objeción. En relación con el aborto la considera derecho fundamental como contenido del derecho de libertad de conciencia; como derecho constitucional autónomo (STC 53/1985, FJ 14) a la objeción a la prestación del servicio militar (STC  160/1985, FJ 2). La primera sería la regla general, la excepción la segunda cuando es objeción a la prestación de un servicio esencial para el orden público, único límite del derecho de objeción de conciencia. La contradicción se desvanece.

Cómo citar este artículo

Llamazares Fernández, Dionisio, "Libertad de conciencia, una libertad implícita en la Constitución", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 2, nº1 (primer semestre de 2022). https://doi.org/10.58428/XCWB1848

Para profundizar

  • Castro Jover, Adoración (1998). “La libertad de conciencia y la objeción de conciencia individual en la jurisprudencia constitucional española”. En Martínez-Torrón, Javier (Ed.), Libertad religiosa y de conciencia en la justicia constitucional (pp. 133-186). Granada: Comares.
  • Llamazares Calzadilla, Mª Cruz (2021). “Reflexiones en torno al derecho a morir”. En El Derecho Eclesiástico del Estado. En Homenaje al Profesor Dr. Gustavo Suárez Pertierra (pp. 419-434). Valencia: Tirant lo Blanc.
  • Llamazares, Fernández, Dionisio (2011). Derecho de libertad de conciencia, I Conciencia, tolerancia y laicidad (pp.302-331), y II Conciencia, identidad personal y solidaridad (pp. 318-357). Navarra: Civitas y Thomson Reuters.
  • Tarodo Soria, Salvador (2005). Libertad de conciencia y derechos del usuario de los servicios sanitarios. Bilbao: Universidad del País Vasco.
  • Valerio Heredia, Ana (2008). Libertad de Conciencia, Neutralidad del Estado y Principio de Laicidad (Un Estudio Constitucional Comparado). Madrid: Ministerio de Justicia.

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