Lo que la pandemia nos ha enseñado con respecto de la muerte (y otras obviedades)

Cuestiones de pluralismo, Volumen 1, Número 1 (1er Semestre 2021)
14 de Mayo de 2021
DOI: https://doi.org/10.58428/YAIH5054

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Por Jordi Moreras Palenzuela

El reconocimiento de la pluralidad en el ámbito funerario está todavía en construcción, y la pandemia ha puesto en evidencia las cuestiones pendientes.


 

Féretros esperando a ser trasladados a Marruecos desde el Aeropuerto de Barcelona (junio 2015). Autor: Jordi Moreras.
Féretros esperando a ser trasladados a Marruecos desde el Aeropuerto de Barcelona (junio 2015). Autor: Jordi Moreras.

A lo largo de la historia, las pandemias como hecho social global, han puesto en evidencia las limitaciones de las sociedades que han afectado. La mortífera incidencia del coronavirus SARS-CoV-2 ha provocado una situación de muerte colectiva, un término acuñado por la socióloga francesa Gaëlle Clavandier, que haría referencia no sólo al anormal incremento en el número de defunciones (la sobremortalidad en términos demográficos), sino también a la situación de excepcionalidad vivida con respecto a la atención de las personas fallecidas durante este último año. Las restricciones en materia sanitaria limitaron el acompañamiento de los difuntos y se prohibió la celebración de las habituales ceremonias de despedida, lo que añadió más dolor si cabe a la pérdida del ser querido. Muchos duelos familiares quedaron en suspenso, sin poder ser reconfortados por el consuelo social de las ritualidades funerarias. Las comunidades religiosas lamentaron no poder llevar a cabo ceremonias ni sepelios, como tampoco se pudieron realizar despedidas laicas. Durante unos meses, nuestra sociedad no pudo cumplir sus obligaciones con respecto a sus difuntos.

Lo obvio se hace evidente cuando reparamos en ello. Los rituales sociales, que tantas veces tendemos a etiquetar como caducos (incluso se llega a vaticinar su desaparición, Byung-Chul Han dixit), se nos revelan necesarios cuando su ausencia descubre el vacío de sentido que se produce ante determinados momentos de la vida social. Nuestra relación con la muerte está mediada por aquellos rituales que desplegamos para despedir al difunto y para consolar a los dolientes. Y los entierros forman parte de una etiqueta social cuyo cumplimiento incomoda por efecto del tabú de evitación de la muerte. No haberlos podido celebrar durante la pandemia, ha generado un desasosiego evidente.

Ahora, que incluso llegamos a echar en falta lo que nos incomoda, vale la pena hacer algunas consideraciones con respecto a los rituales funerarios. Primero: se da por supuesto que la secularización afecta a estos rituales. En una visita al cementerio, se aprecia -especialmente en las agrupaciones de nichos-, que muchas lápidas ya no incluyen simbologías religiosas, que han sido reemplazadas por otras que revelan los referentes identitarios del difunto. Pero ello reflejaría un testimonio de personalización de la muerte, que no necesariamente es un indicador de secularización. En cambio, ¿cómo explicar que el 80% de los funerales en España sigan siendo religiosos frente al 20% que son laicos? Lo cierto es que muchos hemos asistido a ceremonias fúnebres en tanatorios que eran oficiadas por sacerdotes, pero que también incluían el testimonio de familiares y amigos que glosaban la figura del fallecido, con el correspondiente recurso a músicas y melodías que difícilmente podrían encajar dentro de un sepelio acorde con la doctrina católica.

Segunda consideración: la combinación de elementos religiosos y laicos se ve potenciada por el hecho de que, desde hace algunas décadas, hemos sido testigos de la progresiva delegación de la gestión de la muerte, de las familias e instituciones religiosas hacia empresas especializadas. Los tanatorios han reemplazado a las iglesias, pero no por ello han dejado de ofrecer servicios religiosos, adaptando sus espacios desde una lógica multiconfesional. De nuevo aparece la cuestión de la voluntad del difunto (o bien de sus allegados) para decidir que un funeral pueda incluir algún elemento de personalización, y que puede ser satisfecha por las empresas de servicios funerarios.

Tercero: cuando en Barcelona, en 1968, se crea el primer tanatorio de España, y se incorpora el concepto de velatorio del difunto fuera del hogar familiar. Tal propuesta fue acogida con escepticismo, si bien estaba destinada a convertirse en la norma funeraria, especialmente adaptada a la sociedad moderna. Porque el hecho de que la ley de servicios funerarios determine un tiempo mínimo y máximo -entre 24 y 48 horas- para llevar a cabo la inhumación del cadáver, supone mantener la ritualidad que formaba parte de la tradición de nuestra sociedad y estaba rubricada por la doctrina católica. El velatorio en la casa del difunto activaba todo el repertorio de relaciones sociales de su familia (lo que hoy en día sería sinónimo del capital social del difunto), para anunciar el deceso e informar de su inminente entierro. Todo este despliegue del duelo social, acompañado por el tañer de unas campanas que hoy es difícil escuchar, recurría a una temporalidad que servía para convocar a allegados y conocidos (además de los familiares lejanos). Hoy en día, las empresas de servicios funerarios sustituyen a las familias en buena parte de las tareas del velatorio, incluyendo los inevitables trámites administrativos, ofreciendo un espacio de acogida y recepción en salas preparadas en los tanatorios. El domicilio mortuorio del difunto ya no será su casa (incluso si ha fallecido en ella), sino el tanatorio municipal, a donde familiares y allegados serán convocados. Los banquetes funerarios serán tristemente substituidos por caterings de cortesía o máquinas de vending. Y si el velatorio se lleva a cabo lejos de casa, se facilita también que el luto sea experimentado de una manera aún más discreta, sin que el domicilio familiar sea señalado como hogar que ha sufrido una pérdida, y recayendo únicamente en la dimensión individual, despojado también de esa obligatoriedad social que suponía “vestir el duelo” (salvo casos muy concretos y reconocidos). El duelo deja de ser una cuestión social para convertirse en un proceso individual emocional, que se ha convertido en una especie de trastorno que requiere necesariamente de una intervención psicológica reparadora.

La cuarta consideración, que será el sujeto por desarrollar en el resto de este texto, tiene que ver con la incorporación de nuevos rituales que pertenecen a otras formas de entender la muerte, diferentes a la expresada por la tradición católica española. Y es que la necesaria premisa relativista de que existen otras formas de hacer frente a la muerte merece ser considerada en primera instancia como manera de reconocer la existencia de otras ritualidades, tan o más significativas que aquellas que nos parecen propias. El argumento fundamental es que la conceptualización de una idea comprensiva y plural de la “buena muerte” debe fundamentarse bajo un principio esencial de dignidad que merece toda persona, a ser tratada en sus últimos momentos de vida y en su muerte, de acuerdo con sus voluntades o convicciones. Para avanzar en esta dirección, y como forma de reconocer la validez y sentido de las diferentes prácticas funerarias, se podría parafrasear a Charles Taylor en su definición de secularización como la transición de una sociedad en donde la fe en Dios era indiscutible, a otra en la que la creencia tan sólo seria una opción más entre las posibles actitudes sociales. Es decir, si antes se daba por supuesto que la muerte y las diferentes ritualidades que la acompañaban tenían un único objetivo y significado, presentándose como indiscutibles y de obligado cumplimiento, la aparición de otras ritualidades funerarias supone reformular esa idea prefijada de “buena muerte”. Lo que antes se daba por supuesto en materia funeraria (significados, prácticas, rituales), hoy debe ser explicitado, e incluso contrastado, al aparecer otras formas de responder a la misma circunstancia vital que supone la muerte.

Un primer paso en esta dirección es el que se concreta a nivel legal, mediante la Ley 49/1978, de 3 de noviembre, de enterramientos en cementerios municipales que, siguiendo el principio constitucional de libertad religiosa, viene a garantizar que nadie podrá ser discriminado por razones religiosas, permitiendo que se puedan realizar las ritualidades específicas que determina cada culto, y empleando las simbologías propias de cada tradición religiosa. La ley también reconoce el carácter civil de los espacios cementeriales, lo que supone, por un lado, que los cementerios ya no se encuentran bajo la autoridad eclesial, y por otro, que son declarados espacios seculares sobre los que no impera ninguna directriz o simbología religiosa. La impronta de la tradición católica se sigue percibiendo en los cementerios españoles: no sólo porque sobre algunos de ellos (los antiguos cementerios parroquiales) se produce una gestión directa, sino también porque en ellos las simbologías católicas siguen siendo omnipresentes.

La ejecución de esta ley tuvo su complemento con respecto al reconocimiento de otras expresiones funerarias no católicas, en los Acuerdos de Cooperación establecidos entre el Estado español y los representantes de las comunidades evangélicas, judías y musulmanas en 1992, que establecieron el derecho de musulmanes y judíos a ser inhumados según sus ritos, y a solicitar una parcela reservada en los cementerios municipales. El segundo complemento en materia de reconocimiento de la pluralidad religiosa en el ámbito funerario provino de los diferentes manuales de recomendaciones y buenas prácticas e informes que fueron editados por diferentes instituciones públicas (como la Fundación Pluralismo y Convivencia del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, o la Dirección General de Asuntos Religiosos de la Generalitat de Catalunya, y más recientemente, la publicación del Informe anual sobre la situación de la libertad religiosa en España 2018 de la Comisión Asesora de Libertad Religiosa, dedicado al derecho a recibir sepultura digna sin discriminación por motivos religiosos), que sugerían a los municipios la adopción de un posicionamiento mucho más proactivo (y no sólo reactivo) ante las demandas formuladas por las comunidades religiosas en este ámbito.

Quizás un defecto achacable a estos documentos de recomendaciones y guías de respeto a la diversidad en el ámbito funerario es que sus propuestas no tienen en cuenta las circunstancias que afectan a la gestión pública de los cementerios y a la gestión privada de los servicios funerarios. Tras la liberalización de los servicios funerarios iniciada en 1996, diversos operadores funerarios privados obtuvieron concesiones municipales para asumir los servicios funerarios, mientras que los ayuntamientos retenían la gestión de los espacios cementeriales (en España existen un total de 17.682 cementerios). En este caso, el momento fundacional de la privatización de los servicios funerarios, sería la creación de los tanatorios (2.525 en la actualidad), como espacio que viene a disputar al cementerio la centralidad de la atención a los difuntos y sus familias. Mientras que los primeros deben hacer frente a un patrimonio inmovilizado de tumbas y sepulturas en régimen de propiedad o cuyas concesiones han caducado, lo que obliga a llevar a cabo una gestión administrativa compleja, al tiempo que se atiende a la cotidianidad de las defunciones de los residentes en sus municipios, los segundos se encuentran ante un mercado en expansión (que el año 2016 alcanzó los 1.430 millones de euros de facturación), en innovación permanente, y que cuentan con el hecho singular de que el 45% de la población española tiene contratado un seguro de decesos, que en el año 2018 cubrió el 61% de los entierros producidos en España (según datos de la Unión Española de Entidades Aseguradoras y Reaseguradoras).

En este contexto, las empresas funerarias han sido más ágiles que los poderes públicos locales para incluir la pluralidad cultural y religiosa en su catálogo de servicios, al disponer de un mayor margen de maniobra con respecto a esta cuestión: incorporan todas aquellas ritualidades funerarias que no contravengan el reglamento de policía sanitaria (sin tener que explicar las razones que lo impedirían, puesto que no tienen la competencia para modificar tal reglamento), en el marco de un mercado empresarial abierto, y pueden negociar directamente con los representantes de las comunidades religiosas locales aquellos servicios específicos (con su coste incluido). Los ayuntamientos no sólo han de cumplir con lo que establece el reglamento de policía mortuoria (siendo requeridos a explicar porqué se limita el reconocimiento de una determinada ritualidad, p. ej. el entierro sin ataúd), sino que además deben hacer frente a las limitaciones estructurales de estos equipamientos, con serias limitaciones de espacio (especialmente en algunos cementerios de zonas urbanas), y las dificultades que ello supone de cara a destinar nuevas parcelas para la inhumación. Hay una dimensión reglamentaria y estructural que constriñe las acciones en favor de incorporar esas nuevas realidades funerarias.

Sin duda, son las comunidades musulmanas españolas las que se ven más afectadas por esta situación, pues apenas disponen de parcelas reservadas para inhumar a sus difuntos. La treintena de espacios funerarios musulmanes existentes es del todo insuficiente, y esta es una situación que lleva denunciándose desde hace décadas. Pero ha tenido que ser la pandemia, y la imposibilidad de llevar a cabo la habitual repatriación de los difuntos a otros países musulmanes debido al cierre de las fronteras, la que ha puesto en evidencia -incluso para la opinión pública- la inexistencia de espacios para la inhumación musulmana. La repatriación ha sido la opción mayoritaria (se estima que superior al 90%) a la que se han acogido los difuntos musulmanes en España en las últimas décadas, y ha actuado como una especie de válvula de escape que ha hecho que se demorase la reserva de parcelas en los cementerios municipales.

Pero la repatriación no es consecuencia de la ausencia de estas parcelas, y responde más a una última voluntad de querer expresar una pertenencia y un vínculo genealógico con un origen, que tiene más de local y familiar, que no de identidad nacional. Sólo se ha activado una respuesta urgente cuando la pandemia ha obligado a los municipios a buscar alternativas para una inhumación digna de sus conciudadanos musulmanes. Ello ha supuesto que en poco tiempo se hayan tenido que habilitar nuevos espacios para el entierro, que han plantado el germen de lo que acabará constituyendo un nuevo recinto musulmán en diferentes cementerios municipales repartidos por la geografía española. Tras la pandemia se dispondrá de más parcelas reservadas, e incluso se doblará el número de las que existían antes del cierre de fronteras. Pero cuando éstas vuelvan a abrirse, de nuevo se retomarán las repatriaciones, puesto que las razones que justifican esta movilidad post-mortem seguirán teniendo mucha fuerza en el interior del colectivo musulmán. Pero independientemente de la pervivencia de la repatriación, es imprescindible resolver la injustificable situación de ausencia de espacios habilitados para que los musulmanes españoles puedan recibir una inhumación digna, de acuerdo con sus creencias y convicciones. No tiene mucho sentido apostar por el futuro del islam en España, sin tener en cuenta que en el presente también hay que atender la vida y la muerte de los miembros de este colectivo. Algo que resulta más que obvio.

Cómo citar este artículo

Moreras Palenzuela, Jordi, "Lo que la pandemia nos ha enseñado con respecto de la muerte (y otras obviedades)", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 1, nº1 (primer semestre de 2021). https://doi.org/10.58428/YAIH5054

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