Pluralismo religioso en la Gran Bretaña contemporánea

Cuestiones de pluralismo, Volumen 3, Número 1 (1er Semestre 2023)
18 de Mayo de 2023
DOI: https://doi.org/10.58428/DLFP4979

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Por Javier García Oliva

En materia de religión y creencias, Gran Bretaña presenta una fascinante red de contrastes y contradicciones. Incluso la mirada más casual revela que el lienzo espiritual no se presenta en forma de una tela entera, sino que por el contrario está cosido, como si se tratase de una colcha de retazos, formada por paneles de diversos colores y texturas. Por ello, a cualquier nivel que se examine el cuadro, se pueden discernir diferencias dramáticas.


 

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En materia de religión y creencias, Gran Bretaña presenta una fascinante red de contrastes y contradicciones. Incluso la mirada más casual revela que el lienzo espiritual no se presenta en forma de una tela entera, sino que por el contrario está cosido, como si se tratase de una colcha de retazos, formada por paneles de diversos colores y texturas. Por ello, a cualquier nivel que se examine el cuadro, se pueden discernir diferencias dramáticas. A tal fin, examinaremos en primer lugar las distintas trayectorias históricas de Inglaterra, Escocia y Gales, antes de analizar las variaciones dentro de esas comunidades nacionales en el mundo moderno y, por último, nos preguntaremos cómo se gestionan los retos contemporáneos.

Contrastes entre las naciones componentes

En primer lugar, obviamente, cada una de las naciones que componen el Estado ha sido moldeada por fuerzas religiosas, políticas y sociales únicas a lo largo de los siglos, e inevitablemente, estas trayectorias separadas han dado lugar a contextos jurídicos y culturales distintos en la realidad contemporánea. En Inglaterra, el rey Enrique VIII rompió sus lazos con Roma cuando el Papado se negó a acceder a sus demandas de anular su matrimonio con Catalina de Aragón y casarse con Ana Bolena. Tal vez no resulte sorprendente que una reforma impulsada por la agenda interesada de un monarca, en contraposición a una corriente de opinión popular y fervor religioso, generara un conflicto permanente. El resentimiento latía entre los fervientes protestantes, que deseaban cambios más profundos en el culto y la doctrina, y, en el otro extremo del espectro, los católicos romanos, que anhelaban la restauración de la antigua fe. Para complicar aún más las cosas, importantes sectores de la población no deseaban volver a la Iglesia de Roma, pero deseaban que la nueva religión anglicana conservara sus obispos, ceremonias y prácticas sacramentales. Como era de esperar, estos simpatizantes de la "Alta Iglesia" se enfrentaron a los protestantes que pretendían "purificar" la Iglesia de Inglaterra.

Por supuesto, algunos de estos puritanos se embarcaron rumbo a Norteamérica en el Mayflower, pero muchos de sus hermanos permanecieron en el territorio que hoy es el Reino Unido, y las tensiones acabaron desembocando en una guerra civil, ayudada, todo hay que decirlo, por el reinado autocrático, narcisista e inepto de Carlos I. Todo esto acabó desembocando en el juicio y ejecución de Carlos, un periodo de gobierno republicano bajo el Lord Protector y la eventual restauración de la monarquía, así como una vengativa purga por parte de Carlos II de aquellos asociados con el tiranicidio. Tras la sucesión imprevista al trono de Jacobo, el hermano menor católico de Carlos II, el Parlamento decidió prescindir de él, e invitó a su hija y a su yerno a invadir el país con un ejército, propiciando la huida de Jacobo y el comienzo de la monarquía parlamentaria, simbolizado en la conocida como Revolución Gloriosa.

Tras todas estas vicisitudes, la Iglesia de Inglaterra se convirtió en una fuerza hegemónica y opresiva, y la ley mantuvo a los no anglicanos fuera del Parlamento, de las universidades, de los nombramientos judiciales y de todo papel que no fuera el de canónigos en el ejército y la armada (aquellos que no eran miembros de la Iglesia de Inglaterra eran bienvenidos para servir en condiciones horrendas como soldados y marineros ordinarios, aunque no se les consideraba lo suficientemente dignos de confianza como para ser oficiales). Con el tiempo, este régimen se fue considerando cada vez más injusto e irracional, aunque no se produjeron nuevos momentos de revolución que hicieran añicos el orden constitucional e introdujeran cambios radicales, lo que significó que el privilegio anglicano nunca llegó a desmantelarse y que, en su lugar, el enfoque fue gradualmente el de expandirlo. 

En consecuencia, la sociedad inglesa avanzó hacia la igualdad religiosa al conceder poco a poco a los ciudadanos de otras confesiones las ventajas legales de que disfrutaban los anglicanos. Siempre había sido axiomático que la ley debía apoyar la práctica de la Iglesia de Inglaterra y, por tanto, la equidad exigía que se ampliara para acomodar y ayudar a todos los creyentes. A partir de ahí, sería apropiado proteger las cuestiones de conciencia de forma más general, no sólo en relación con posturas de naturaleza religiosa como el ateísmo y el agnosticismo, sino también con visiones éticas, por ejemplo, el pacifismo, el vegetarianismo y el veganismo.  El resultado fue un entorno que valoraba la tolerancia y la convivencia vecinal, y fomentaba una cultura jurídica y política de naturaleza positiva hacia la religión y las creencias. Desde entonces, la Iglesia de Inglaterra ha seguido ofreciendo una voz y una representación de la religión en la plaza pública hasta el siglo XXI, pero de un modo que incluye otras perspectivas, a menudo proporcionando una plataforma en la que se invita a otras confesiones y movimientos éticos. Precisamente por esta razón, el establishment ha sobrevivido en la era moderna, y su posible abolición no resulta una cuestión política dominante, incluso ahora que la mayoría de la población ya no se identifica como cristiana.

En marcado contraste, Escocia ha tenido un recorrido muy diferente. A diferencia de su vecino del sur, esta nación experimentó una reforma ideológica impulsada por una élite entusiasmada por las nuevas enseñanzas del continente, y forzada a salir adelante a pesar de la oposición real. El Kirk presbiteriano insistía en que el poder temporal y el espiritual debían mantenerse estrictamente separados, un planteamiento que acabó reflejándose en la Ley de la Iglesia de Escocia de 1921, la norma que aún regula a esta Iglesia nacional. Trágicamente, Escocia también fue testigo de cientos de años de amargo conflicto sectario entre protestantes y católicos romanos, e incluso cuando cesó el derramamiento de sangre, el fanatismo permaneció entre ciertas facciones de ambas comunidades. De hecho, no hace tantas décadas, algunas fábricas escocesas aún organizaban turnos separados con el propósito expreso de separar a los trabajadores protestantes de los católicos. 

Por otra parte, el Kirk presbiteriano fue la fuerza motriz de un sistema educativo que desde la Reforma hasta el siglo XIX, no tuvo rival en Europa. Además, la exclusión de los no anglicanos en Oxford y Cambridge tuvo la consecuencia imprevista de impulsar la vida académica de las universidades escocesas y de motivar a los escoceses emprendedores hacia la medicina, la ingeniería, la tecnología y el comercio. Sin duda, Escocia se convirtió en una de las potencias intelectuales de la Ilustración, y ha presentado una cultura progresista, tanto en el plano social como en el de la investigación. La confluencia de todos estos factores ha dado lugar a una sociedad más laica que la inglesa. Aquejada de luchas sectarias durante generaciones y con una Iglesia nacional que mantiene una rígida división entre autoridad secular y religiosa, no es de extrañar que, en este contexto, la fe en la esfera pública se trate con cautela, rozando a veces la sospecha.

Curiosamente, el panorama en Gales vuelve a ser muy diferente. Al haber perdido su autonomía política mucho antes que Escocia, a los galeses se les impuso el anglicanismo con la Reforma Henriciana. Desde el principio, esto provocó un fuerte rechazo hacia un régimen cultural y geográfico que se contemplaba como una realidad muy distante. En Gales persistieron focos de lealtad al catolicismo romano durante más tiempo que en muchas partes de Inglaterra, y con los años muchas de las denominaciones protestantes no conformistas encontraron en Gales un terreno fértil para la evangelización. En el siglo XIX, era evidente que un mayor número de la población se identificaba con éstas que con la Iglesia de Inglaterra en Gales.

Es comprensible que surgiera un resentimiento por la posición socialmente privilegiada del que se percibía como un grupo religioso inglés, además de por el apoyo financiero que recibía. En consecuencia, esta frustración acabó dando lugar a una exitosa campaña a favor del fin de la oficialidad de la Iglesia de Inglaterra en territorio galés. La Ley de la nueva Iglesia Galesa se aprobó en 1914, aunque no entró en vigor hasta después de la Primera Guerra Mundial. En aquel momento se preveía que el anglicanismo de Gales se dejaría morir y se marchitaría, pero los acontecimientos no fueron así. Esto se debió a varias razones. En primer lugar, aunque los no conformistas superaban ampliamente el número de anglicanos, había muchas denominaciones diferentes dentro del no conformismo galés, y estas comunidades más pequeñas estaban peor situadas para adaptarse a las nuevas condiciones sociales En segundo lugar, el fin de la oficialidad anglicana fue sólo parcial. A pesar de que la citada ley eliminó algunas de las características de los elementos más visibles de esta oficialidad, como la representación episcopal en la Cámara de los Lores, conservó muchos de los acuerdos de base que tenían en la práctica mucha más influencia en la vida cotidiana de los ciudadanos, incluyendo la ley de matrimonio y la regulación de los capellanes de prisión. En tercer lugar, la acción legislativa no conduce necesariamente a un cambio en la cultura o el comportamiento social, y el clero anglicano siguió cumpliendo el mismo papel que siempre había desempeñado en los actos públicos, por ejemplo, ser el centro de atención en ocasiones como el Remembrance Sunday (una conmemoración anual de los caídos en conflictos armados), además de constituirse en una institución que podía coordinar las respuestas de la comunidad en momentos de crisis o tragedia. La convergencia de todos estos factores ha hecho que Gales cuente de hecho con una Iglesia semi-oficial, aunque con una cultura y una perspectiva distintas de las del anglicanismo en Inglaterra.

Contrastes dentro de las naciones

Todo lo anterior revela que existe una inmensa diversidad entre las naciones que componen Gran Bretaña, pero no hay que olvidar que también hay una variedad considerable dentro de ellas.  Los tres entornos han experimentado un florecimiento del pluralismo religioso debido a la migración a partir de la segunda mitad del siglo XX, pero las pautas de asentamiento han sido, huelga decirlo, asimétricas, ya que los individuos y las familias optan por fijar sus hogares donde hay oportunidades económicas y donde tienen lazos existentes. Como consecuencia, en algunas ciudades hay zonas con mayoría de población musulmana, hindú o china, y en otras sigue predominando la población blanca británica.

Además, no todas las divergencias se deben a que personas de otros Estados, con frecuencia antiguas colonias, decidan trasladarse permanentemente a Gran Bretaña. Las islas escocesas representan un ejemplo importante de un trasfondo muy diferente. La población de habla gaélica de estas zonas tiende a ser extremadamente religiosa, y la vida colectiva en comunidades insulares sigue girando en torno a las iglesias y sus estrictas enseñanzas. No cabe duda de que estos grupos viven una realidad completamente distinta de los entornos urbanos del continente, y es cuestionable hasta qué punto las autoridades públicas reconocen y responden a sus necesidades. Menos del 2% de la población escocesa habla gaélico y, a pesar de las declaraciones de intenciones favorables del Gobierno escocés, los compromisos políticos y fiscales para preservar la lengua son débiles. Por ejemplo, en las escuelas públicas escocesas los padres ni siquiera tienen derecho a optar por la enseñanza en gaélico si así lo desean para sus hijos y, en consecuencia, las familias que se trasladan a lugares como Edimburgo o Glasgow por motivos de trabajo se enfrentan a obstáculos para mantener la fluidez lingüística a lo largo de las generaciones. Todo esto está íntimamente relacionado con la religión, ya que los elementos del patrimonio y la cultura no pueden desprenderse fácilmente. Las comunidades gaélicas contemporáneas representan de hecho a los supervivientes de persecuciones históricas intencionadas, prejuicios y desplazamientos forzosos, y la justicia exige que se preste la debida atención a sus derechos y necesidades.

Otra fuente de pluralismo en la Gran Bretaña moderna procede de los nuevos movimientos religiosos. La Wicca representa la única fe ampliamente practicada y verdaderamente autóctona del Reino Unido, en el sentido de que germinó aquí por primera vez, en lugar de haber sido trasplantada desde otro lugar. Este y otros movimientos neopaganos están creciendo rápidamente y, de nuevo, para muchos adeptos están estrechamente ligados a otras facetas de su identidad. Por ejemplo, para algunos paganos, su espiritualidad está conectada con el folclore de Gales o Cornualles, y esta dimensión les conecta con sus antepasados, o con sus predecesores en el espacio físico que habitan. 

En conjunto, es evidente que la composición religiosa de cada uno de los paradigmas nacionales es un caleidoscopio de una pluralidad de realidades, en constante formación y reforma, en paralelo al flujo y reflujo de las mareas culturales. Todo este análisis nos lleva a preguntarnos cómo puede gestionarse este fascinante pluralismo con objeto de promover la cohesión social, al tiempo que reconocemos el valor de las legítimas perspectivas individuales.

Reflexiones finales

Como cabría esperar, a nivel de principio general, existe un compromiso claro y directo con la libertad religiosa e ideológica, plasmado en un tratado ratificado e incorporado a la legislación nacional por la Ley de Derechos Humanos de 1998, el instrumento que incorpora el Convenio Europeo de Derechos Humanos al ordenamiento nacional. Sin embargo, esto no revela mucho sobre la realidad práctica de la resolución de necesidades y deseos contrapuestos en la vida cotidiana. Aunque hay que celebrar la vitalidad del pluralismo, sería ingenuo pasar por alto el hecho de que las diferentes visiones del mundo y los deseos de manifestarlas a veces producen enfrentamientos, a menudo con derechos fundamentales en juego para ambas partes. ¿Debería obligarse a los ayuntamientos de las Outer Hebrides a abrir las piscinas los domingos, aunque ello haga insostenible la experiencia comunitaria del sabbat (que representa uno de los pocos bastiones que quedan de una cultura que ha sido sistemáticamente atacada a lo largo de los siglos)? ¿Hasta qué punto es apropiado permitir a los padres vetar que sus hijos reciban educación sexual en la escuela?

A veces, habrá más de una respuesta respetuosa con los derechos humanos, y la decisión que tomen las autoridades responsables dependerá de las actitudes sociales predominantes hacia la religión y la práctica. El concepto de cultura constitucional comprende el conjunto de normas y expectativas que rigen la vida colectiva, algunas de las cuales son jurídicas y otras puramente sociales, pero todas ellas influyen en los procesos decisorios de los responsables estatales. Además de los jueces y abogados que resuelven los litigios, innumerables actores toman cada día decisiones que determinan el tratamiento que se da a las cuestiones religiosas, por ejemplo, los trabajadores sociales, los médicos, los funcionarios de la administración local, los agentes de policía e incluso los maestros de escuela, siendo estas decisiones claramente influidas por la cultura constitucional general en materia de religión. Por estas razones, las diferencias que hemos observado entre las naciones que componen Gran Bretaña tienen implicaciones críticas para la manera en que se gestiona la diversidad. No es en absoluto insignificante que los ecos de las disputas del pasado sigan resonando en el presente y, aunque sólo sea por esta razón, nos corresponde reflexionar sobre el legado que, a su vez, dejarán para el futuro.

En última instancia, los vínculos entre la religión y otros aspectos de la identidad son tan intrincados e implicados como las raíces bajo un árbol.  Uno de los retos a los que se enfrenta el Reino Unido en el futuro es, sin lugar a dudas, el complejo intercambio entre fe e identidad regional. Tanto el pluralismo religioso como las cuestiones de descentralización territorial aparecen con frecuencia en los debates de los medios de comunicación, pero rara vez se habla de la relación entre ambos. Como se ha señalado anteriormente, algunos movimientos paganos están íntimamente ligados a la pertenencia a un lugar. Sin embargo, cuando se publicó el censo de 2021, se hizo mucho hincapié en que los cristianos ya no representaban la religión mayoritaria, pero apenas se habló de que inesperadamente se descubrió que Cornualles tiene un número muy alto de paganos practicantes. Este cambio en la arena religiosa se ha producido paralelamente a un resurgimiento de la identidad de este territorio y a la resurrección literal de su lengua, antaño extinguida y ahora reconocida por la UNESCO. El vínculo entre estos fenómenos requiere más investigaciones académicas, pero es innegable que los individuos y las comunidades en las que viven son a la vez orgánicos y polifacéticos. Gran Bretaña debería celebrar con razón su pluralismo ideológico, pero sólo podrá hacerlo, y comprenderlo plenamente, si contempla su riqueza religiosa en un contexto de diversidad, al tiempo que facilita debates sobre la región, la lengua, el género, la raza, la sexualidad, la discapacidad y lo que significa, en definitiva, ser humano.

Cómo citar este artículo

García Oliva, Javier, "Pluralismo religioso en la Gran Bretaña contemporánea", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 3, nº1 (primer semestre de 2023). https://doi.org/10.58428/DLFP4979

Para profundizar

RELIGIOUS PLURALISM IN CONTEMPORARY BRITAIN

When it comes to questions about religion and belief, Great Britain discloses a fascinating web of contrasts and contradictions.  Even the most casual glance reveals that the spiritual canvas is not cut from a whole cloth, but stitched together as a patchwork quilt, made up of panels of varying colours and textures, and at whatever level the picture is examined, dramatic differences can be discerned.  In order to explore this, we shall first consider the distinct journeys through history experienced by England, Scotland and Wales, before looking at variations within those national communities in the modern world, and finally examining how the contemporary challenges are managed.  

Contrasts Between the Component Nations

Firstly, and perhaps most obviously, each of the component nations of the State has been shaped by unique religious, political and social forces down the centuries, and inevitably, these separate journeys have led to distinct legal and cultural contexts in the present day.  In England, king Henry VIII famously severed ties with Rome when the Papacy refused to acquiesce to his demands to annul his marriage to Catherine of Aragon and marry Anne Boleyn. Unsurprisingly, perhaps, a reformation driven by the self-serving agenda of a monarch, as opposed to a groundswell of popular opinion and religious fervour, spawned ongoing conflict.  Resentment simmered between zealous Protestants, who wished more thoroughgoing changes to worship and doctrine, and at the other end of the spectrum, Roman Catholics, who longed for a restoration of the old faith.  To complicate matters still further, there were many people with no desire to return to the Church of Rome, but very much wanted the new Anglican religion to retain its bishops, ceremonies and sacramental practices.  Predictably, these “High Church” sympathizers fought like cats and dogs with the Protestants who pursued to “purify” the Church of England.

Of course, some of these Puritans sailed off to North America on the Mayflower, but plenty of their brethren remained at home, and tensions eventually boiled over into civil war, aided, it must be said, by the autocratic, narcissistic and inept kingship of Charles I.  All of this eventually led to trial and execution of Charles, a period of republican government under a Lord Protector, the eventual restoration of the monarchy and a vindictive purge by Charles II of those associated with tyrannicide/regicide, the unplanned succession of Charles’ Catholic younger brother James to the throne, Parliament deciding to sack James by inviting his daughter and son-in-law to invade with an army, James essentially running away and the beginning of parliamentary monarchy with the coup d’etat which became known as the Glorious Revolution.

From this time onwards, England managed to avoid both direct religious conflict and further revolution (except for the minor matter of the American War of Independence!) In the wake of the turmoil, the Church of England was a hegemonic and oppressive force, and the law kept non-Anglicans out of Parliament, the universities, judicial appointments and all roles other than canon fodder in the army and navy (non-members of the Church of England were welcomed to serve in horrendous conditions as ordinary soldiers and sailors, although were not deemed trustworthy enough to be officers).  Over time, this regime increasingly came to be seen as unjust and irrational, even though there were no further moments of revolution to shatter the constitutional order and bring sweeping changes, which meant that Anglican privilege was never dismantled, and the approach was gradually to share it out instead. 

Consequently, English society inched its way towards religious equality by slowly conferring the legal perks enjoyed by Anglicans on citizens on other faiths. It had always been axiomatic that the law should support the practice of the Church of England, and therefore, fairness demanded that it expanded to accommodate and assist all believers.  From this point, it was a short and natural hop to protect matters of conscience more generally, not just in relation to religiously orientated positions such as atheism and agnosticism, but also ethical stance, e.g. pacificism, vegetarianism and veganism.  The result was an environment which valued tolerance and neighbourly coexistence, and fostered a legal and political culture of positivity towards religion and belief. Since, the Church of England has continued to provide a voice and representation of religion in the public square into the twenty-first century, but in a way that is inclusive of other perspectives, often providing platform on which other faiths and ethical positions are invited to stand. Precisely for this reason, establishment has survived into the modern era, and it is not a mainstream political issue, even now that the majority of the population no longer identify as Christian.

In stark contrast, Scotland has had a very different journey. Unlike its southern neighbour, this nation experienced an ideological reformation driven by an elite excited by the new teachings from the continent, and forced through in the teeth of royal opposition. The Presbyterian Kirk emphasized that temporal and spiritual power should be kept strictly apart, a position eventually reflected in the Church of Scotland Act 1921, the statute which still governs the national Church.  Tragically, Scotland also witnessed hundreds of years of bitter sectarian conflict between Protestants and Roman Catholics, and even when bloodshed ceased, bigotry remained amongst certain factions of both communities.  Within living memory, some Scottish factories arranged separate shifts for the express purpose of keeping Protestant and Catholic workers apart. 

On the sunnier side of the street, the Presbyterian Kirk was a driving force behind an education system, which from the Reformation until the nineteenth century was second to none in Europe.  Furthermore, the exclusion of non-Anglicans from Oxford and Cambridge had the unintended consequence of boosting the academic life of Scottish universities, and driving enterprising Scots into medicine, engineering, technology and commerce.  Without a doubt, Scotland became one of the intellectual powerhouses of the Enlightenment, and has maintained a progressive culture, both socially and in terms of research and inquiry.  A confluence of all of these factors, has led to a more secular society than is found in England. Having been racked by sectarian strife for generations, and possessing a national Church which upholds a rigid division between secular and religious authority, it is not surprising that in this context, faith in the public sphere is treated with caution, bordering on suspicion at times.

Interestingly, the landscape in Wales is very different again. Having lost political autonomy far earlier than Scotland, the Welsh had Anglicanism imposed on them at the Henrician Reformation.  From the outset, this was perceived as an unwelcome development, foisted on them by a culturally and geographically distant regime.  Pockets of loyalty to Roman Catholicism persisted in Wales for longer than many parts of England, and over time many of the Non-Conformist Protestant denominations found Wales fertile ground for evangelism.  By the XIX century, it was clear that more of the population identified as “Chapel” belonging to one of the various Protestant faiths. 

Understandably, resentment brewed over the socially privileged position of what was perceived as the English Church, and the financial support that it received, and this frustration eventually gave rise to a successful campaign for disestablishment. The Welsh Church Act was passed in 1914, although this it did not come into effect until after the First World War. It was anticipated at the time that Anglicanism in Wales would naturally be left to die back and wither on the vine, but events played out very differently. There were a variety of reasons for this.  First, although Non-Conformists exceeded the number of Anglicans by a wide margin, there were many different denominations within Welsh Non-Conformity, and these smaller communities were less well-placed to adapt to the transformed social conditions, as well as a continuing downward trend in church attendance in the course of the twentieth century. Second, legal disestablishment was only partial in nature. Despite the fact that the Act of Parliament removed some of the high level features, such as episcopal representation in the House of Lords, it left in place many of the grass-roots arrangements which had far more influence on the daily life of citizens, including marriage law and the framework of prison chaplaincy. Third, legislative action cannot readily bring about a change in culture or social behaviour, and Anglican clergy continued to fulfil the same role that they had always done at public events, for example, being the focal point on occasions like Remembrance Sunday (an annual commemoration of those killed in armed conflict) and a figure who could coordinate community responses in moments of crisis or tragedy. The convergence of all of these factors has meant that Wales effectively has a quasi-established Church, albeit one with a distinct culture and perspective from that of Anglicanism in England.

Contrasts within Nations

All of the above reveals that there is immense diversity between the component nations of Great Britain, but it should not be forgotten that there is considerable variety within them as well.  The three settings have experienced a blossoming of religious pluralism due to human migration from the second half of the twentieth century onwards, but patterns of settlement have, needless to say, been asymmetrical, as individuals and families choose to make their homes where there are economic opportunities, and where they have existing ties.  As a result, there are areas of some towns and cities with a majority Muslim, Hindu or Chinese population, and other contexts which remain predominantly white British.

Furthermore, not all of the divergence is the result of people from other States, frequently former colonies, choosing to permanently relocate to Britain. The Scottish Islands represent an important example of a very different backdrop to contrasting religious culture. The Gaelic speaking population of these areas tend to be extremely religiously conversative, and collective life on tightly-knit insular communities still revolves around churches and their strict teachings.  Undoubtably, these groups are wildly out of step with mainstream society in mainland, urban settings, and how well their needs are recognised and responded to by public authorities is questionable. Less than 2% of the Scottish population speak Gaelic, and despite statements of sympathetic intent from the Scottish Government, policy and fiscal commitments to preserving the language are flimsy. For instance, there is not even a right on the part of parents in state schools in Scotland to opt into Gaelic medium education should they choose this for their children, and consequently, families moving to the mainland for work face barriers to maintaining fluency across the generations. All of this intimately relates to religion, because the elements of heritage and culture cannot easily be hived off. Contemporary Gaelic speaking communities represent indeed the survivors of intentional persecution, prejudice and forced displacement, and justice demands that their rights and needs are given due attention.

Another source of pluralism within modern Britain comes from new religious movements. Wicca represents the only widely practiced and truly indigenous faith from the United Kingdom, in the sense that it first germinated here, as opposed to having been transplanted from elsewhere.   This and other Neo-Pagan movements are rapidly growing, and again, for many adherents are closely linked with other facets of their identity.  For example, for some Pagans, their spirituality is connected with the folklore of Wales or Cornwall, and this dimension relates either to a desired connection with their ancestors, or their predecessors in the physical space that they inhabit. 

Taken altogether, it is apparent that the religious make-up of each of the national paradigms is a kaleidoscope of distinct and interacting parts, constantly forming and reforming with the dance of human movement and the ebb and flow of cultural tides. This reflection raises the question of how this can be managed to promote social cohesion, whilst also recognising the value of diversity and individual considerations.

Responding to the Picture

As might be anticipated, at the level of overarching principle, there is a clear and straightforward commitment to religious and ideological freedom, signed into a ratified treaty and brought within domestic law by the Human Rights Act 1998, the instrument incorporating the European Convention on Human Rights into the law of the State. Nevertheless, this doesn’t reveal much about the practical reality of resolving conflicting needs and wants on the ground.  Whilst the vibrancy of pluralism should rightly be celebrated, it would be naïve to gloss over the reality that different outlooks on the world and desires to manifest these will sometimes result in clashes, often with both sides having fundamental rights at stake.  Should local councils in the Outer Hebrides be compelled to open swimming pools on Sundays, even though this will make sustaining the community experience of the sabbath untenable (and it represents one of the remaining bastions of a culture which has been systemically attacked)? To what extent is it appropriate to allow parents to veto their children receiving sex education in school?

Sometimes, there will be more than one human rights compliant answer to the question, and the side upon which decision-makers come down in finely balanced cases will depend upon prevailing attitudes towards religion and practice. The concept of Constitutional Culture encompasses the bundle of norms and expectations which govern collective life, some of these are legal and some of these are purely social, but all of them influence the thought-processes of state decision-makers.  As well as judges and lawyers adjudicating on disputes, countless other actors make choices every day which determine what religious questions are dealt with, e.g. social workers, doctors, local government officials, police officers and even school teachers, being the manner in which these decisions play out clearly influenced by the overarching Constitutional Culture in respect of religion.  For these reasons, the differences that we have observed between the nations composing Great Britain have critical implications for the way in which diversity within them is managed at a grass-roots level.   It is far from insignificant that echoes from disputes of the past are still reverberating in the present, and if nothing else, this should give contemporaries cause to reflect upon the legacy that they in turn will leave for the future.

Ultimately, the links between religion and other aspects of identity are as intricate and involved as root-systems beneath a forest.  One challenge facing the UK going forward is, without a shadow of a doubt, the complex interchange between faith and regional identity. Both religious pluralism and questions of devolution frequently feature in media discussion, but the interchange between the two is rarely spoken about.  As noted above, some Pagan movements are intimately tied to a sense of place. However, when the 2021 census was published, much was made of the (wholly expected) evidence that Christian no longer represented the majority identity, and far less discussed was the less anticipated finding that Cornwall has a very high number of practising Pagans.  This shift in the religious sand has taken place alongside a resurgence of Cornish identity, and the literal resurrection of its language, the once extinct tongue now recognised as living by UNESCO. The relationship between these phenomena needs further academic digging, but it is clear that individuals and the communities in which they live are both organic and multifaceted. Great Britain should rightly celebrate its ideological pluralism, but it can only do this, and understand it fully, if it sees the richness of religious diversity against a backdrop of diversity of all kinds, whilst making space for discussions about region, language, gender, race, sexuality, disability and what it means to be human.

 

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