La secularización de la sociedad
Los datos de la incipiente secularización individual solo se entienden en el amplio contexto de cambios socioeconómicos y culturales que se sucedieron en España desde principios de los años sesenta.
Un cambio socioeconómico crucial fue la aceleración de los procesos simultáneos de urbanización y desruralización del país. Las ciudades (particularmente las grandes ciudades y sus cinturones metropolitanos) constituían el espacio singular donde mejor se aprecia el avance de la secularización. En las grandes urbes y sus extrarradios, confluían los poco practicantes campesinos inmigrados de Andalucía, Extremadura o Murcia con los más piadosos labriegos llegados de ambas Castillas, Aragón o la Galicia interior. En estos medios urbanos, pocos de los primeros recuperarían la fe, mientras que los segundos comenzarían, tal vez, a perderla o, al menos, comenzarían a perderla sus hijos.
La vida se transformaba más allá de la mudanza geográfica. Quienes emigraban a la ciudad trabajaban en la industria, la construcción o los servicios. Nacía una nueva clase obrera, que, en general, percibía mejores salarios que los antiguos campesinos o el viejo proletariado; asimismo, se ampliaban las clases medias urbanas vinculadas a los sectores secundario y terciario y a las administraciones públicas. Mejores condiciones laborales y salariales implicaban mayor poder de compra de todo tipo de productos. Además, a la tranquilidad que proporcionaban empleo y salario, se unía la seguridad ofrecida por un embrionario estado del bienestar. La expansión de la educación supuso uno de los fenómenos más significativos del tardofranquismo: no solo creció el número de los alumnos de enseñanza primaria, sino que también se incrementó notablemente el de los estudiantes de la enseñanza media y superior.
Este cambio inusitado de las condiciones existenciales de una gran mayoría de la población española, que todavía había de completarse en las décadas siguientes, vino acompañado de un no menos dramático cambio cultural. De hecho, fue en la revolución cultural que se produjo en todo Occidente a partir de los sesenta donde, seguramente, estribó la última razón de la segunda oleada secularizadora: el discurso de las instituciones religiosas fue incapaz de competir con el nuevo marco cultural plenamente secular dentro del cual las personas empezaron a modelar su identidad. Se trataba de la cultura popular de la sociedad de consumo, trufada de individualismo, hedonismo e inconformismo. La nueva cultura, sobre todo entre los jóvenes, no solo expresaba el anhelo de acceder a todos los bienes que la “edad de oro del capitalismo” garantizaba, sino que afirmaba la soberanía absoluta del individuo frente a imposiciones externas y desafiaba las convenciones sociales y morales, incluidas aquellas que concernían al comportamiento sexual (y que normalmente se asociaban a una moralidad religiosa carente ya de significado).
La mutación económica, social y cultural acontecía en un contexto político también cambiante. De hecho, el desarrollo socioeconómico de estos años fue posible gracias a unas nuevas políticas económicas que abandonaron el modelo autárquico de la postguerra. La orientación desarrollista de los gobiernos de los años sesenta y primeros setenta no sólo impulsó, inopinadamente, la secularización sociocultural al compás de la modernización económica, sino que contribuyó, asimismo, a secularizar la propia política en sus fines y en sus medios. Frente a la inflación ideológica del primer franquismo, la legitimación del régimen se basaba ahora en su eficacia para garantizar el progreso ordenado del país por medio de la tecnocracia.
Si los ministros tecnócratas pretendían apuntalar el régimen modernizándolo, este se enfrentaba a una creciente contestación. Entre quienes lo desafiaban, se hallaban bastantes católicos, quienes optaron por asumir un compromiso secular inmanente al que se dio preferencia sobre una concepción trascendente de la religión. La profundización en ese compromiso y el conflicto con las autoridades eclesiásticas propiciaron un proceso de secularización entre los activistas católicos, que irían distanciándose de sus motivaciones religiosas iniciales y hasta de su propia fe católica. Finalmente, ya en los años setenta, sería la propia Iglesia jerárquica la que se despegase del régimen nacionalcatólico. Para ello, había sido necesario el previo aggiornamento de la Iglesia católica universal en el marco del concilio Vaticano II, una experiencia que se puede identificar con un proceso de “secularización interna”.