Religión en las escuelas inglesas

Cuestiones de pluralismo, Volumen 5, Número 1 (1er Semestre 2025)
30 de Abril de 2025
DOI: https://doi.org/10.58428/TSFK8066

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Por Javier García Oliva

Aunque existe una larga tradición de respeto a otras confesiones y sistemas de creencias, y la garantía de la libertad de conciencia está consagrada legalmente en the Human Rights Act 1998, la Iglesia de Inglaterra sigue teniendo tanto privilegios como deberes, resultado de su estatus especial. Una consecuencia de ello es que el cristianismo en general es reconocido en la sociedad británica, y veremos que tal reconocimiento se refleja en las disposiciones sobre la religión en las escuelas.


 

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Mi querido segundo hogar, el Reino Unido, y dentro de él, en particular Inglaterra, tiene fama de ser una nación un tanto idiosincrásica. Hay, sin duda, una serie de excentricidades culturales que la población en general da por sentadas, pero que resultan desconcertantes para quien las encuentra por primera vez. El sistema ferroviario es un buen ejemplo de ello: además de los frecuentes retrasos y cancelaciones, las compañías pueden vender infinitos billetes para un mismo tren.   Una vez que se agotan las plazas, la única consecuencia es que sube el precio. Un gran número de pasajeros que no reservaron con antelación se ven aplastados en los pasillos como desafortunadas alubias cocidas en una lata, maldiciendo a aquellos, que por el contrario reservaron previamente, pagaron alrededor de un cincuenta por ciento menos por su billete y ahora tienen el lujo de sentarse de Londres a Manchester. Del mismo modo, cuando escaseaban los alimentos frescos durante la Primera Guerra Mundial, alguien tuvo la brillante idea de poner azúcar en la mayonesa para que durase más. Aunque este conflicto terminó en 1918, el producto resultante, conocido como crema para ensaladas, se sigue consumiendo, y el sabor, es "interesante".

La situación de la religión en las escuelas inglesas es muy parecida.  El marco de la ley y la práctica evolucionó gradualmente, y muchos de sus aspectos parecen tener poco sentido si se examinan objetivamente, pero se aceptan como parte integrante del paisaje educativo.  Algunos elementos del régimen son funcionales, mientras que otros pueden ser molestos, odiados o apreciados, dependiendo de con quién se hable. En el curso de esta contribución, intentaré arrojar algo de luz sobre la realidad actual.

El primer punto a tener en cuenta es que estamos hablando conscientemente de Inglaterra, y no del Reino Unido. El mosaico de disposiciones relativas a la religión en las escuelas está íntimamente relacionado con consideraciones más amplias sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, y éstas son distintas para cada una de las naciones que componen la jurisdicción británica. En estas reflexiones nos centraremos en Inglaterra exclusivamente, si bien los modelos galés, escocés y norirlandés son también muy atractivos. Desde la Reforma, que fue desencadenada por la intriga matrimonial de Enrique VIII, Inglaterra ha tenido una fe oficial, y la Iglesia de Inglaterra ha ocupado un lugar único en este marco legal. 

Aunque existe una larga tradición de respeto a otras confesiones y sistemas de creencias, y la garantía de la libertad de conciencia está consagrada legalmente en the Human Rights Act 1998, la Iglesia de Inglaterra sigue teniendo tanto privilegios como deberes, resultado de su estatus especial. Una consecuencia de ello es que el cristianismo en general es reconocido en la sociedad británica, y veremos que tal reconocimiento se refleja en las disposiciones sobre la religión en las escuelas. Sin embargo, antes de adentrarnos en el análisis de dicha regulación, es necesario explicar los diversos tipos de colegios que funcionan en Inglaterra, ya que se aplican normas diferentes según el tipo de institución al que aludimos. 

En primer lugar, hay que distinguir entre escuelas públicas y de pago. Para añadir más confusión, en inglés británico, el término "public schools" se refiere a una subcategoría de colegios privados de pago. Esto significa que las etiquetas "public" y "private" pueden inducir a error, porque ambas palabras pueden utilizarse para referirse a un colegio de pago o a un colegio subvencionado por el Estado, dependiendo totalmente del contexto y de la intención del hablante. Por razones obvias, evitaremos esta terminología y nos referiremos en su lugar a centros de pago y concertados. Aproximadamente el 6,5% de los alumnos asisten a escuelas de pago, por lo que los establecimientos públicos representan la mayor parte del sector educativo.

Además de esta distinción basada en si la educación está financiada por las familias o por el contribuyente, existe una división entre las escuelas con un carácter religioso designado ("RDC") y las que no lo tienen, y tanto las instituciones de pago como las subvencionadas por el Estado pueden tener o no un RDC. Alrededor del 31% de los centros subvencionados por el Estado cuentan con RDC, por lo que una proporción significativa de jóvenes asiste a los mismos. Los centros con RDC disfrutan de ciertas excepciones a la ley de igualdad y pueden discriminar por motivos religiosos a la hora de admitir alumnos y contratar personal.  No obstante, hay que subrayar que los centros sin RDC no pueden calificarse de no religiosos, porque de ser financiados por los poderes públicos tienen efectivamente un ethos cristiano, que se manifiesta principalmente en relación con el culto colectivo. Ahora bien, no gozan de ningún privilegio ni margen para discriminar por motivos de religión.

Todas las escuelas financiadas por el Estado sin un RDC tienen la obligación legal de celebrar un acto de culto colectivo todos los días. Debe ser de carácter total o principalmente cristiano, pero esto puede interpretarse, y se interpreta, de forma muy amplia. Suele consistir en una reunión de toda la escuela, o al menos de los grupos de cada curso, lo que se conoce como "asamblea". Los profesores aprovechan la oportunidad para compartir noticias o recordatorios e imparten una breve reflexión, normalmente en forma de pensamiento para el día. Puede ser abiertamente religioso o cristiano, o simplemente estar en armonía con los valores de este credo (más o menos cualquier mensaje sobre la bondad, el respeto, etc. puede considerarse como una promoción de los ideales cristianos). Es habitual que se invite a los alumnos a rezar o a sentarse en silencio y reflexionar, de conformidad con sus creencias personales. También es frecuente que se canten canciones, que pueden tener naturaleza cristiana, o al menos teísta, o que simplemente se comparta un mensaje positivo.

Los padres tienen el derecho legal de decidir que sus hijos no acudan a esta actividad, y algunos aprovechan la oportunidad, si bien la mayoría de los alumnos asisten, independientemente de las creencias familiares.  Las escuelas suelen ser sensibles a la demografía del alumnado: las normas son lo suficientemente amplias y flexibles como para que la mayoría del personal encuentre pocas dificultades para planificar una asamblea que resulte accesible y no ofensiva para cristianos, ateos, musulmanes o wiccanos. Lo cierto es que los mensajes sobre la preocupación por el medio ambiente o la importancia de ser amable con los compañeros son compatibles con la mayoría de las visiones del mundo.    

La asamblea es una parte integral de la vida escolar inglesa, y los adultos suelen verla con nostalgia. No está imbuida de un sentimiento intensamente religioso y, desde luego, no es un vehículo para el adoctrinamiento. Con toda probabilidad, se mantendrían aunque se derogara la obligación legal de celebrar un acto de culto colectivo. Las escuelas valoran el hábito de una reunión comunitaria periódica, y sin lugar a dudas, la necesidad de recordar a los niños y adolescentes que no jueguen con pelotas cerca de las ventanas, etc., se mantendrá. 

Históricamente, las asambleas como manifestación del culto colectivo puede que hayan comenzado como un deseo en el periodo victoriano de garantizar que los niños de las clases bajas se educaran en un entorno adecuadamente cristiano, pero han evolucionado hasta convertirse en parte integral de la vida escolar inglesa. La práctica varía en cierta medida de un centro a otro, pero la verdad es que el celo misionero del siglo XIX por las expresiones genuinas de fe se desvaneció en el transcurso del siglo XX, dando lugar al tratamiento del fenómeno religioso en la actualidad. Lo cierto es que la asamblea tiende a ser un encuentro mucho más comunitario que religioso.

La mayoría de los adultos guardan un grato recuerdo de una asamblea en la que les entregaron un certificado o una insignia por la consecución de algún logro, como nadar todo el largo de la piscina o completar la lectura de una serie de libros. Aquello era, sin duda, motivo de inmenso orgullo para los niños de siete años. En este contexto, la diferencia entre religión y cultura es tan porosa que prácticamente se ha disuelto. El culto colectivo en la práctica significa asamblea, y ésta es ahora un componente profundamente arraigado de la experiencia de ir a la escuela en Inglaterra. Por lo tanto, lo que podría parecer extraño o preocupante en términos de la letra de la ley, es en realidad relativamente benigno en su manifestación práctica.

La situación es algo diferente cuando se trata de escuelas con un RDC. En ese caso, el culto colectivo está permitido, pero no es obligatorio, y si se ofrece, se ajustará al carácter de la institución.  Es posible que la dimensión confesional se tome más en serio, pero hay que tener en cuenta que la mayoría de estos centros son de la Iglesia de Inglaterra, y que un enfoque acogedor e integrador hacia otras confesiones es una faceta de la cultura anglicana. En otros contextos, por ejemplo, las escuelas judías o islámicas, podemos presenciar un carácter religioso más definido, pero es poco probable que las familias opten por estas instituciones a menos que estén completamente de acuerdo con este credo religioso, especialmente en el sector de pago.

Por lo tanto, como hemos enfatizado a lo largo de estas reflexiones, el culto religioso en las escuelas inglesas no provoca conflictos sociales ni debates políticos dramáticos.   Hay algunas organizaciones que se oponen por motivos ideológicos, promoviendo el laicismo o una versión del humanismo que es de facto hostil a la religión en entornos públicos, pero estos no son temas prioritarios en la sociedad en general. Por ejemplo, esta realidad no ha figurado en las campañas electorales británicas, lo que puede deberse en parte a que la religión no es una cuestión politizada en Inglaterra. No existe ninguna relación entre la fe religiosa y ser simpatizante de partidos políticos de derechas o de izquierdas, y la fe no ha sido un campo de batalla político desde el siglo XIX o principios del XX.

Incluso en aquella época, las escaramuzas eran leves y, desde luego, no violentas. Hubo focos de enfrentamiento entre católicos y protestantes en ciudades como Liverpool, pero se trataba más de la excepción que de la regla. Además, tampoco se produjo una tensión con las élites por estos motivos. Es cierto que el catolicismo romano se asocia desde hace mucho tiempo con poblaciones migrantes marginadas y económicamente desfavorecidas, históricamente la comunidad irlandesa, pero también ha tenido siempre una importante representación de sectores aristocráticos.

Esto es clave para entender el lugar de la religión en las escuelas, porque explica por qué una hegemonía aparentemente cristiana, con un tinte claramente anglicano, ha sido tolerada, o tal vez incluso celebrada por la población en general. Reunirse aparentemente para el culto cristiano se ha convertido en aceptable, o en todo caso normalizado, por una serie de accidentes fortuitos de la historia y, en consecuencia, la fe no se ha percibido ni como una amenaza ni como una herramienta armamentística.  Por consiguiente, no se ha producido un movimiento firme para que los grupos no anglicanos, no cristianos y no religiosos rechazaran la norma del culto colectivo, por un lado, ni para que los cristianos o anglicanos intentaran explotar esta plataforma para sus propios fines, por otro. Como hemos apuntado a lo largo de este artículo, el culto colectivo se convirtió orgánicamente en sinónimo de asamblea, promoviendo la cohesión de la comunidad y el bienestar de los alumnos. 

Las mismas razones explican también por qué la enseñanza de la educación religiosa en las escuelas no se ha transformado en un talismán de una interminable guerra cultural.   Incuestionablemente, la enseñanza religiosa es una asignatura académica, y no un ejercicio de devoción. En los colegios sostenidos por el Estado que no cuentan con un CRD, el plan de estudios de esta asignatura lo establece un comité local, el Consejo Asesor Permanente de Educación Religiosa o SACRE (Standing Advisory Council on Religious Education). Un representante de la Iglesia de Inglaterra tiene una posición garantizada en este órgano, pero en la práctica asume únicamente un papel de coordinación y se incorporan voces de otras perspectivas, en función de la población de la zona en cuestión. Se trata de una solución pragmática a la naturaleza cambiante del paisaje social. Los acuerdos datan de una época en la que la presencia de la Iglesia establecida aún parecía axiomática, pero se han adaptado al siglo XXI, y en muchos aspectos son más apropiados que un sistema rígido.  

Por ejemplo, si se impusiera el requisito general de que todos los distritos tuvieran un representante musulmán, ello supondría un reto en las comunidades rurales con pocos o ningún ciudadano musulmán, e incluso podría generar resentimiento y tensiones artificiales. Es fácil imaginar cómo individuos malintencionados podrían sugerir en la prensa y en las redes sociales que se está imponiendo el islam a las comunidades inglesas. Del mismo modo, si una plaza en el SACRE dependiera de que un determinado porcentaje de la población se identificara con una confesión, podría ser más difícil responder a las necesidades de un grupo con una representación pequeña, pero significativa. Por ejemplo, si en una zona hubiera varias familias con niños pequeños procedentes de la misma región de Nepal, sería beneficioso contar con alguien que aportara información sobre sus tradiciones espirituales y culturales particulares, y en este hipotético caso, negar esta posibilidad por el hecho de que la comunidad concreta no alcanzara un determinado umbral numérico supondría perder la oportunidad de fomentar la cohesión y el entendimiento social, además de dar a todos los niños la oportunidad de conocer experiencias y visiones del mundo diferentes.  Por consiguiente, es muy positivo que el sistema actual permita esta fluidez.

Para los niños de primaria en particular, la educación religiosa suele ocuparse de diferentes ideas y tradiciones, constituyendo una preparación importante para la vida adulta en una sociedad rica y multicultural, mientras que a los alumnos mayores se les ayuda a abordar temas más abstractos y filosóficos. No obstante, en todos los niveles, la educación religiosa es más académica que devocional, evitándose las aseveraciones sobre la autenticidad de los credos, y reduciéndose al mínimo los juicios morales (naturalmente, deben mantenerse los parámetros en torno a la incitación al odio, la discriminación y otras actividades delictivas, incluso en los debates de las clases de adolescentes de más edad).  Asimismo, se otorga a los padres la opción de que sus hijos no asistan, lo cual es una muestra de la importancia que se reconoce a la libertad religiosa en el sistema constitucional inglés. Ahora bien, las familias que se acogen a esta opción lo hacen porque consideran que no es deseable que sus hijos conozcan las creencias y prácticas de otras personas.  No lo podemos justificar como un rechazo a un adoctrinamiento religioso, porque no es ése el objetivo de las clases.

Afortunadamente, la mayoría de los padres ven el valor de este tipo de educación religiosa, y las tasas de abandono no son lo suficientemente altas como para socavar el sistema o causar problemas prácticos a las escuelas (los alumnos que no participan en esta asignatura deben ser supervisados y se les debe dar un trabajo alternativo). Como regla general, en la sociedad inglesa se considera positivo que los alumnos comprendan la perspectiva y las necesidades de sus vecinos.

En cuanto a las escuelas con un RDC, independientemente de cómo se financien, la educación religiosa puede adoptar una forma que se ajuste al credo correspondiente, pero no debe impartirse de manera que interfiera con el deber primordial de proporcionar a todos los niños de entre cinco y dieciséis años una educación apropiada a tiempo completo. También existe el requisito legal de que todas las escuelas promuevan los "valores británicos" del Estado de Derecho, la democracia y la libertad individual. Como cabría esperar, los centros educativos de todo tipo son inspeccionados periódicamente para garantizar el cumplimiento de este deber, pero lamentable, la dificultad que han tenido las autoridades para erradicar las escuelas ilegales no registradas sugiere que el régimen de inspección debería ser modificado. Se calcula que unos 6.000 niños siguen asistiendo a centros ilegales y no regulados, y los padres y profesores implicados consideran claramente que vale la pena arriesgarse a una sanción penal con tal de eludir los requisitos necesarios impuestos por los inspectores.

Como se ha señalado al principio, el sistema no es el que diseñaría un comité racional partiendo de una hoja en blanco en la presente década. Sin embargo, a pesar de todas sus peculiaridades, el tratamiento de la religión en las escuelas es lo suficientemente ágil como para adaptarse a las necesidades no sólo de una sociedad multicultural a nivel nacional, sino también en el ámbito local. Es significativo que, si bien se han producido enfrentamientos en torno a la enseñanza sobre sexo, sexualidad e identidad de género, no ha ocurrido lo mismo con la educación religiosa o el culto colectivo en las escuelas públicas sin RDC. No se puede negar que el sistema es algo desordenado, y en opinión de algunos ciudadanos incluso excéntrico, pero también es flexible e inclusivo, y ha resistido el paso del tiempo.

Cómo citar este artículo

García Oliva, Javier, "Religión en las escuelas inglesas", Cuestiones de Pluralismo, Vol. 5, nº1 (primer semestre de 2025). https://doi.org/10.58428/TSFK8066

Para profundizar

RELIGION IN ENGLISH SCHOOLS

Although there is a long tradition of respecting other faiths and belief systems, and a guarantee of freedom of conscience are enshrined in law by virtue of the Human Rights Act, the Church of England still holds both privileges and burdens as a result of its special status. One consequence of this is that Christianity more widely still has a recognised place in the cultural life of the State, and we shall see that this is reflected in the provisions on religion in schools.

My beloved second home, the United Kingdom, and within it, particularly England, has a reputation for being a somewhat idiosyncratic nation. There are, undoubtedly, a number of cultural eccentricities taken for granted by the general population, but understandably perplexing to anyone encountering them for the first time. The railway system is a good example of this: in addition to frequent delays and cancellations, train companies are permitted to effectively sell infinite tickets for any given train. Once they run out of seats, all that really happens is that the price goes up. A vast number of passengers who failed to reserve in advance are squashed into corridors and vestibules like unlucky baked beans in a tin, cursing their smug brethren who booked early, paid about fifty percent less for their fare and now have the luxury of actually sitting down from London to Manchester.  Similarly, when fresh food products were in short supply during the First World War, someone had the bright idea of putting sugar into mayonnaise to make it go further. Although this conflict ended in 1918, the resulting concoction, known as salad cream, is still being consumed, and the taste, is “interesting”.

The position with religion in English schools is much the same. The framework of law and practice gradually evolved, and many aspects of it appear to make limited sense if examined objectively, but are accepted as part and parcel of the educational landscape.  Some elements of the regime are functional, whilst others may be irksome, loathed or treasured, depending to whom you are talking.  In the course of this discussion, I shall attempt to shed led some light on the current reality.

The first point to note is that we are talking consciously about England, rather than the United Kingdom. The patchwork quilt of provisions in respect of religion in schools are intimately related to wider questions of Church/State relations, and these are distinct for each of the component nations within the jurisdiction. For our present purposes we shall focus on England, purely for the sake of keeping things manageable. Since the Reformation triggered by Henry VIII’s matrimonial intrigue, England has had an established faith, and the Church of England has occupied a unique place in this legal framework. 

Although there is a long tradition of respecting other faiths and belief systems, and a guarantee of freedom of conscience are enshrined in law by virtue of the Human Rights Act, the Church of England still holds both privileges and burdens as a result of its special status. One consequence of this is that Christianity more widely still has a recognised place in the cultural life of the State, and we shall see that this is reflected in the provisions on religion in schools. However, before it is possible to talk about faith in relation to schools, it is necessary to explain a little bit about the various types of school in operation in England, as different rules apply depending on the category of institution. 

Firstly, there is a distinction between state supported schools and fee-paying schools.  Just to add further confusion and spice, in British English, the term “public schools” refers a subcategory of private, fee-paying schools. This means that the labels “public” and “private” can be misleading, because both words can be used to refer to either a fee-paying or a state supported school, depending entirely on the context and intention of the speaker. For obvious reasons, we shall, therefore, avoid this terminology, and instead refer to fee-paying and state supported institutions.  Approximately 6.5% of pupils attend fee paying schools, so state supported institutions make up the lion’s share of the educational sector.

As well as this division based on whether education is funded by families or the tax payer, there is a split between schools with a designated religious character (“DRC”) and those without, and both fee paying and state supported institutions may be with or without a DRC. Around 31% of state supported schools have a DRC, so a significant proportion of young people attend these institutions. Schools with a DRC enjoy certain defined exceptions from equality law, and are permitted to discriminate on religious grounds when it comes to admitting pupils and recruiting staff. Nevertheless, it should be stressed that schools without a DRC cannot be categorised as non-religious, because state funded schools without a DRC effectively have a Chrisian ethos, manifested mainly in relation to collective worship, although they do not enjoy any privileges or scope to discriminate with regard to religion.

All state funded schools without a DRC have a legal obligation to hold an act of collectively worship every day. This must be of a wholly or mainly Christian character, but this can be, and is, interpreted very broadly.   It tends to take the form of a gathering of the entire school, or at least year groups in the main hall, known as “assembly”.  Teachers take the opportunity to share any news or reminders and impart a brief reflection, usually in the form of a thought for the day. This may be overtly religious or Christian, or it may simply be in harmony with Christian values (more or less any message about kindness, respect etc can be construed as promoting Christian ideals).   It is common for pupils to be invited to either pray, or sit quietly and reflect, depending on their personal beliefs. Songs frequently also feature, and these may have a Christian, or at least theistic flavour, or may just be intended to impart positive vibes in a more abstract sense.

Parents do have a legal right to withdraw their children from this gathering, and some avail themselves of the opportunity, but most pupils attend, regardless of family beliefs.  Schools are ordinarily sensitive to the demographics of the student body: the rules are broad and flexible enough for the majority of staff to find little difficulty in planning an assembly that would be accessible and non-offensive to Christians, atheists, Muslims or Wiccans. The truth is that messages about caring for the environment or showing kindness to your peers are compatible with most worldviews.    

Assembly is an integral part of English school life, and tends to be viewed with a mixture of nostalgia and amusement by adults.  The institution is not imbued with an intensely religious feel, and is certainly not a vehicle for indoctrination.   In all probability, it is likely that it would continue even if the legal requirement for an act of collective worship were ever to be repealed. Schools value the habit of a regular community meeting, and the need to remind children and teenagers about keeping balls away from windows, etc, would remain. 

Historically, assemblies as a manifestation of collective worship might have begun with a Victorian desire to ensure that children of the lower classes were being brought up in a suitably Christian environment, but they have evolved into part of the rhythm of school life. Practice varies to a certain extent, but the nineteenth century missionary zeal for genuine expressions of faith faded in the course of the twentieth century, leaving the residual, background trace of religion now experienced. Assembly tends to be far more about community than faith.

Most adults have fond memories of a long ago assembly when they were presented with a certificate or badge in front of everyone, for some achievement like swimming a whole length of the pool, or completing a set of reading books. That was, indeed, a source of immense pride to their seven year old self. In this context, the line between religion and culture is so porous that it has dissolved altogether. Collective worship in practice means assembly, and assembly is now a deeply rooted component of the experience of going to school in England. Therefore, what might appear strange or troubling in terms of the letter of the law, is actually relatively benign in its practical manifestation.

The position is somewhat different where schools with a DRC are concerned.  In that case, collective worship is permitted, but not mandatory, and if offered, it will conform to the character of the institution. The faith based dimension may well be taken more seriously, but it should be noted that the majority of such schools are Church of England, and a welcoming and inclusive approach towards other faiths is a facet of the denominational culture. In other contexts, for example, Jewish or Islamic schools, there may be a more strongly defined religious character, but families are unlikely to opt for such institutions unless they are on board with this, especially in the fee-paying sector.

All things considered, religious worship within English schools does not provoke dramatic social conflict or political debate. There are some campaigning organisations who object on ideological grounds, promoting secularism or a version of humanism that is de facto hostile towards religion in public settings, but these are not issues high on the mainstream agenda. For instance, the topic has not featured in election campaigns, recently, or even really within living memory, which may in part be because religion is not a politicised issue in England. There is no association between religious faith and right or left wing politics, and faith has not been a political battleground since the nineteenth, or very early, twentieth century.

Even in that era, the skirmishes were mild, and very definitely non-violent. There were pockets of Catholic/Protestant strife in cities like Liverpool, but this was very much the exception rather than the rule, and in any event, this phenomenon is different from a battle between religious and secularism. Neither was there a popular versus elite angle to the tensions. It is true that Roman Catholicism has longstanding associations with marginalised and economically deprived migrant populations, historically the Irish community, but it has also always had its share of aristocratic representatives.

This is key to understanding the place of religion within schools, because it explains why an apparently Christian hegemony, with a distinctly Anglican tinge, has been tolerated, or perhaps even embraced by the wider population. Gathering ostensibly for Christian worship has been rendered palatable, or at any rate normalised, by a series of haphazard accidents of history. Religious identity has not been coupled other identities or causes in conflict, and faith has, consequently, not been perceived as either a threat, or a tool to weaponise. As a result, there has been no impetus for non-Anglican, non-Christian and non-religious constituencies to mobilise against the collective worship rule on the one hand, nor on the other for Christians or Anglicans to attempt to exploit this platform for their one ends.  As stated above, collective worship organically became synonymous with assembly, a gathering aimed at meeting practical needs, whilst promoting community cohesion and pupil wellbeing.   

The same forces also explain why the teaching of religious education in schools has avoided becoming a lightening rod or a talisman in a never ending culture war. Religious education is taught as an academic subject, it is not a devotional exercise. For state supported schools without a DRC, the curriculum for this subject is set by a local committee, the Standing Advisory Council on Religious Education or SACRE. A Church of England representative has a guaranteed place on this body, but in practice takes on a coordinating role, and voices from other perspectives are incorporated, depending on the population in the area in question. This is a pragmatic solution to the changing nature of the social landscape. The arrangements date from a time when the presence of the established Church still appeared axiomatic, but have adapted into the twenty-first century, and in many ways they are better equipped to meet grass roots needs than a more rigid system.  

For instance, if there was a blanket requirement that all districts had a Muslim representative, this would be challenging in rural communities with few if any practising Muslims, and might even be generate unnecessary resentment and artificial tensions. It is easy to imagine how malicious actors might spin this in the press and social media as Islam being forced on English communities. Equally, if a place on the SACRE depended on a particular percentage of the population identifying with a given faith, it might be harder for people on the ground to respond to the needs of small, but significant representation. For example, if an area happened to have several families with young children from the same region of Nepal, it would be beneficial to have someone to provide insight into their particular spiritual and cultural traditions. In this hypothetical scenario, denying this on the basis that the community in question did not meet a certain numerical threshold would be a missed opportunity to further social cohesion and understanding, as well as giving all children a chance to understand about different experiences and worldviews. Consequently, it is highly positive that the present system allows this fluidity.

For primary school children in particular, religious education is often about introducing  pupils to different ideas and traditions, an important preparation for adult life in a rich and multicultural society. Older students are helped to engage with more abstract and philosophical questions, but at every level, religious education is scholarly, rather than devotional. Claims of spiritual truth are avoided, and moral judgements are kept to a minimum (parameters around hate speech, discrimination and other criminal activity, of course, need to be maintained, even for debates in classes of older teenagers). Parents are nevertheless given the option to withdraw their children, an indication of the regard in which religious freedom is placed within the English constitutional system. Nonetheless, families availing themselves of this option are doing so because they deem that it is undesirable for their children to learn about what other people believe and practice. It cannot be regarded as a refusal of religious instruction, because this is not the purpose of the classes.

Fortunately, the majority of parents see the value in religious education as it is offered, and rates of the withdrawal are not high enough to undermine the system or cause schools practical problems (pupils not participating in religious education must be supervised and given alternative work to occupy their time and energy).  As a general rule, enabling students to understand the perspective and needs of their neighbours is seen as positive within English society.

In terms of schools with a DRC, however they are funded, religious education may take a form that aligns with the community’s ethos, but must not be delivered in a way that interferes with the overriding duty to provide all children between five and sixteen with an effective and efficient full-time education. There is also a legal requirement for all schools to promote “British Values” of the rule of law, democracy and individual liberty.   As might be expected, schools of every type are regularly inspected to ensure that this is complied with. Regrettably, and ironically, the difficulty that the authorities have had in eradicating illegal, unregistered schools, suggests that the inspection regime has some effect. It is estimated that around 6000 children are still attending unlawful, unregulated institutions, and the parents and teachers involved clearly consider that it worth risking criminal sanction in order to avoid the requirements needed to satisfy inspectors.

As noted at the outset, the system is not one that would be designed by a rational committee starting with a blank sheet of paper in the 2020s. Yet for all of its quirks, the approach to religion in schools is agile enough to accommodate the needs not only of a  multicultural society at a national level, but also of a diverse picture in the local sphere.   It is significant that whilst there have been high profile and bitter clashes over teaching about sex, sexuality and gender identity, this has not been the case religious education or collective worship within state schools with no DRC. The system is untidy, eccentric even, but it is also flexible and inclusive, and it has stood the test of time.

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