Cuando pensamos en el lugar de la religión en las sociedades europeas tendemos a interpretarlo inmediatamente bajo la óptica de la secularización, como si las sociedades europeas se fueran alejando de un pasado religioso y se adentraran en un futuro en el que la religión ocuparía una posición cada vez más residual. Esta es en pocas palabras la narrativa clásica de la “secularización”: la religión tuvo un próspero pasado, tiene un dudoso presente y tendrá un escaso o un nulo porvenir. Esta narrativa configura un tópico bastante asentado en nuestro presente que además se puede confirmar con los datos estadísticos sobre las tasas de creencia y de práctica religiosas recogidos periódicamente por las diversas instituciones oficiales. Se ha comprobado fehacientemente que estas tasas en Europa siguen, en términos globales, un proceso de paulatino descenso desde hace varias décadas. Si esta situación se prolongara indefinidamente, la tendencia parecería apuntar a una eventual desaparición de la religión. Sin embargo, esta sencilla narrativa es algo más compleja de lo que muestra su aparente unidireccionalidad. No solamente porque parece que la religión no se marcha por el sumidero de la historia sino también porque este “despedirse de la religión” tiene numerosos matices. Si este proceso es llamado “proceso de secularización”, entonces es preciso corregir una concepción que simplemente interpreta el presente como un espacio mediador entre un pasado fervientemente religioso y un futuro sin religión.
Para empezar, al interpretar épocas pasadas como épocas llenas de religiosidad desde la cuna a la tumba y desde la mañana hasta la noche, probablemente estemos proyectando nuestros prejuicios “seculares”. Es tremendamente dudoso que en todas las sociedades pasadas la religión haya tenido un peso mucho más importante que en el presente. Es posible que algunas acciones rituales y algunas creencias sobre la estructura de lo real tuvieran un carácter más cercano a lo que hoy llamaríamos política o ciencia que a lo que llamamos religión. Se trata de una cuestión de categorización. Además, ya mirando hacia el futuro, las religiones en Europa no están sufriendo un inexorable proceso que necesariamente tendría que desembocar en el largo plazo en su completa desaparición. Es cierto que en casi todos los países europeos una parte cada vez más numerosa de la ciudadanía ha dejado de confiar progresivamente en las instituciones religiosas tradicionales y que la intervención en el debate público desde posiciones abiertamente teológicas o desde un lenguaje religioso resulta problemática por principio. No obstante, podemos realizar una objeción a esta idea de la inevitable condena futura de las religiones en dos niveles: los hechos y la teoría. En el ámbito de los hechos la modulación de estos procesos de secularización es enorme en cada país, pues podemos pasar de países donde casi la mitad de la población se declara atea, agnóstica o indiferente a las religiones, como Francia o la República Checa, a países con elevadas tasas de creencia y práctica religiosas en comparación con la media europea, como Polonia o Rumanía, en los que se atisba una relativa estabilidad en las cifras estadísticas. En el ámbito de la teoría no es legítimo presuponer que el proceso de secularización tenga que conducir necesariamente a un estadio final presidido por la completa supresión o la plena irrelevancia de las religiones en Europa. Esta idea teleológica supondría una expectativa basada en un discurso determinista y poco atento a las contingencias propias de la vida humana en común.
A pesar de ello, lo que sí resulta evidente es que en nuestro presente y en un futuro próximo parece difícil que las instituciones religiosas cristianas puedan vehicular potentes significados colectivos que transformen las sociedades europeas. Ahora bien, es oportuno reconocer que estas instituciones, a pesar de su estancamiento, están enraizadas en el suelo europeo a través de un inmenso patrimonio cultural, simbólico y material inserto en su historia, resultado en numerosas ocasiones de conflictos de carácter más amplio, políticos a veces, que desbordaban el ámbito de lo estrictamente religioso. En Europa, la enorme presencia de lo religioso (cristiano) en el patrimonio da lugar a veces a una difusa identidad cultural (cristiana) más allá de las bajas tasas de creencia y práctica religiosas. Danièle Hervieu-Léger lo denomina “pertenencia sin creencia”: aunque no crea en los dogmas religiosos ni sea creyente ni practicante, el individuo puede no negar pertenecer al cristianismo en general y a la confesión cristiana tradicional de su territorio (sea ésta el catolicismo, el luteranismo, la ortodoxia, el anglicanismo o el calvinismo), acudir a ella ocasionalmente en momentos decisivos de la comunidad como son los nacimientos, los matrimonios, los fallecimientos, etc. y considerarla fuente de una difusa identidad cultural europea. Además, estas instituciones religiosas (cristianas) suelen conservar una serie de privilegios en términos de exenciones fiscales, de presencia pública en colegios, hospitales, cárceles o cementerios y de colaboración institucional efectiva y de larga data con los diversos niveles de la administración pública -a pesar de la separación formal entre iglesias y Estado-. Se trata de una situación en la que la inercia del pasado resulta decisiva, que no es completamente neutra en términos religiosos y que, por otro lado, tiene un potencial político explotable (como por ejemplo en el peligroso mito político de “la Europa cristiana”).
Además, desde una perspectiva más amplia hay que señalar que en las últimas décadas ha aumentado la presencia de otras religiones distintas del cristianismo de la mano de las migraciones y de las conversiones, introduciendo nuevos debates sobre la presencia de la religión en el espacio público. El caso del islam es paradigmático en numerosos países europeos. Aunque históricamente tuvo una fuerte presencia territorial en numerosos países del sur y del este de Europa, su presencia a partir de la Segunda Guerra Mundial, concentrada en las grandes ciudades y sus entornos, hace aparecer nuevas preguntas sobre la gestión de la pluralidad religiosa (una pluralidad de por sí extraña en los países europeos, ya que de los veintisiete países de la actual Unión Europea veintidós de ellos tiene un pasado reciente marcadamente monoconfesional y sólo Alemania, los Países Bajos, Estonia, Letonia y la República Checa tienen un pasado reciente claramente multiconfesional). Tampoco hay que dejar de lado la presencia de otras religiones más minoritarias como el budismo o el hinduismo y la proliferación de creencias y prácticas de estas religiones combinadas con creencias cristianas.
Si enfocamos el debate de la secularización desde la perspectiva de las religiones no cristianas, entonces hay que señalar que en las últimas décadas se ha producido un notable incremento de la presencia de lo religioso en Europa, no un descenso continuado; si además enfocamos el debate de la secularización desde una perspectiva por completo ajena a la religión, entonces hay que señalar que en las últimas décadas se ha dado no sólo una mayor pluralidad confesional sino además una pluralidad que da cabida y concede completa validez, sin una costosa penalización social, a posiciones explícitamente ajenas a la religión o directamente contrarias a la religión. En suma: el progresivo declive de la vinculación de la ciudadanía europea con las instituciones religiosas tiene que ser evaluado teniendo presente la todavía enorme presencia material y simbólica del cristianismo, el aumento de la presencia de otras religiones y la existencia de una pluralidad que atiende también a un islam minoritario, a la proliferación de nuevas religiones que nunca antes habían impregnado el panorama europeo y a la normalización de un ateísmo espontáneamente aceptado por la gran mayoría de la población. Todo ello hace que la narrativa clásica de la secularización tenga que ser enmendada.
Por otro lado, no sólo hay que modular la narrativa de la secularización, sino que es preciso tener muy en cuenta que el propio concepto de “secularización” es un concepto tremendamente ambiguo. Veamos un ejemplo polémico. En algunos espacios es habitual escribir AEC (antes de la era común) o EC (era común) en lugar de a. C. (antes de Cristo) o d. C. (después de Cristo) como muestra de respeto hacia otras confesiones y hacia los colectivos no confesionales. Este cambio suele ser interpretado como ejemplo de secularización, dado que el calendario mundial hoy en día se rige por el calendario originalmente cristiano a consecuencia del hecho de que las potencias que lideraron el proceso de globalización y colonización durante el siglo XIX fueron las potencias europeas y cristianas. Sin embargo, este gesto que -en principio y según las intenciones con las que se lleva a cabo- puede ser tildado como loable, ¿verdaderamente hace desaparecer la marca religiosa, neutralizándola, o más bien sigue reproduciéndola de forma soterrada? Por un lado, es evidente que en algún sentido la suprime al eliminar el nombre “Cristo”; por otro lado, el sentido común nos sugiere que la reproduce ocultándola, pues únicamente se suprime el nombre, pero no la cosa. Es decir: en un calendario supuestamente neutral ante las religiones y, según algunos, secular (AEC y EC), sigue tomándose como referencia una categoría teológica (Cristo) exclusiva de una religión particular. Si bien eliminar “Cristo” del nombre quizá haga que este calendario sea menos agresivo hacia otras confesiones o hacia un posicionamiento ateo, no suprime el hecho de que la referencia sea una referencia cristiana. Este gesto, ¿comporta una verdadera neutralidad con respecto a todas las religiones o más bien produce una continuación, bien consciente, bien inconsciente, de una herencia religiosa cristiana? Cualquier propuesta de cambio sobre el calendario supondría innumerables debates y problemas difícilmente resolubles; no obstante, no resulta errado detectar algunos de los conflictos generados por un uso poco crítico del término “secularización”.
Esta indeterminación semántica se entiende mejor si profundizamos en la historia del concepto de “secularización”. Desde el inicio encontramos una primera paradoja, ya que se trata de un término que tiene su origen en el vocabulario religioso. Tal como expone Giacomo Marramao en el libro Cielo y tierra. Genealogía de la secularización, la historia del concepto de secularización se puede dividir en tres grandes fases:
En primer lugar, en el siglo XVI se empleó como término técnico del derecho canónico para designar el tránsito de una persona religiosa desde un estado regular hacia un estado secular, es decir, para designar el abandono de las reglas monásticas de vida por parte de un miembro del clero regular cristiano y su entrada en un estado liberado de ese cumplimiento, pero formando parte todavía del clero cristiano -en este caso, secular-. En segundo lugar, en los siglos XVII y XVIII se empleó como término técnico del derecho público para designar el acto jurídico de expropiación de las propiedades de la Iglesia por parte del rey o del Estado”. Por ejemplo, en la entrada “secularización” de la Enciclopedia de Diderot y de D’Alembert se dice que es la acción de hacer secular a una persona religiosa, un impuesto o un lugar que era regular. Este contenido semántico estaría cubierto en gran parte por el término castellano “desamortización”. En tercer lugar, desde el siglo XIX hasta nuestros días se ha empleado como término general para intentar explicar la especificidad histórica de Europa y la menor importancia de la religión en su pensamiento y en su acción. Desde entonces ha sido interpretado en numerosos sentidos: como proceso de destrucción de los elementos simbólicos y materiales del cristianismo a partir de la Revolución Francesa (la descristianización), como proceso de supresión de lo sagrado en la vida moderna (la desacralización o el desencantamiento del mundo), como proceso de expulsión del individuo del seno de las comunidades religiosas entendidas como orientadoras necesarias de la visión del mundo (la desconfesionalización), como proceso de autonomización de esferas sociales que se emancipan del control de las instituciones religiosas (la desinstitucionalización), etc.
En resumidas cuentas: el término “secularización” se ha venido empleando en un sentido general desde el siglo XIX para designar un proceso de progresiva supresión de la religión en la modernidad. Esta narrativa, asentada y en gran parte verdadera, delinea un movimiento sencillo entre dos puntos, el pasado y el futuro, caracterizado por la transición de un estadio religioso a un estadio no religioso. En su versión fuerte, esta narrativa sobre el proceso histórico europeo no puede seguir siendo sostenida, pues presupone un proceso cuyo final (la completa desaparición de las religiones) no es previsible atisbar: el cristianismo en Europa posee un enorme patrimonio material y simbólico todavía pregnante y otras religiones han conseguido incrementar su presencia -debido al hecho de que partían de cero-. A esto hay que añadir que por “secularización” se entienden procesos convergentes en ocasiones, pero enormemente debatibles e incompatibles entre sí en otras. Ahora bien, en su versión débil y si se matiza enormemente en qué sentido hay que entender el proceso de secularización, probablemente tengamos una herramienta analítica muy útil para entender el lugar de la religión en el continente europeo.